Tribuna

Francisco Núñez Roldán

Escritor

Maurice Leloir y tres guerras ocultas

No es gratis ese siniestro sintagma llamado memoria histórica. Es la sombra de una guerra que quiere hacerse resurgir con una maldad que asombraría si no asqueara

Maurice Leloir y tres guerras ocultas Maurice Leloir y tres guerras ocultas

Maurice Leloir y tres guerras ocultas / rosell

Leo las muy corrientitas Aventuras de Gil Blas de Santillana, de Alain-René Lesage, un escritor francés a caballo entre los siglos XVII y XVIII. Novela picaresca ambientada en España, al uso de las nuestras, aunque tuvo la fama que se empeñó en darle el país que la creó. Rezuma tópicos y chirrían nombres, usos y costumbres. En Francia se vería exótica y fiel a la realidad. Prescindible, para nosotros. Mi edición es de 1900, con unos deliciosos dibujos, eso sí, de Maurice Leloir, parisino, dibujante y pintor que nació en 1853 y murió en 1940, en octubre. El mes importa. Los años también.

El lector tiene derecho a no saber quién era el gran ilustrador galo. Pero tiene quizá la obligación de detenerse en las fechas que circundan su vida. Con un mínimo de conocimientos es preciso pensar lo que Leloir contempló y de seguro sufrió en cuanto a la guerra se refiere. Cuando tenía 18 años los prusianos -aún no les llamaban alemanes- entraron en París tras aplastar al ejército francés en Sedán y coger prisionero al grandilocuente cretino de Napoleón III. Fue entonces lo de la Comuna y todo aquel desastroso torbellino de barricadas, cañonazos y sangre que envolvió la capital francesa. Leloir debió ser considerado demasiado joven para ir al ejército, y por lo que sabemos, no lo reclamaron. Después, en 1914, con 61 años se le pensaría muy mayor para ir a filas, y no fue. París estuvo entonces no ya amenazado sino bombardeado por unos enormes cañones -ya sí se llamaban alemanes- que lanzaban sus proyectiles a muchos kilómetros de distancia. Y para remate, en 1940, en junio, los alemanes entran en París con bandera y banda, como hemos visto en reportajes de época. Leloir tenía ya 87 años y moriría cuatro meses más tarde, seguro que en triste incertidumbre sobre el destino de su país.

En medio, cierto, toda una vida de dibujos, diseños y pinturas de lo más vívida y encantadora. Mírenlo en la red.

Pero cate el lector lo que es haber sobrevivido a tres, nada menos que tres, horribles guerras, tres invasiones de su tierra, por más que, recordémoslo, las tres veces fuese la imprudente Francia quien declaró la guerra al vecino, y no a la inversa. Eso también cuenta. El caso es que, visto desde lejos, en la obra de Leloir no asoman los horrores que sin duda vio y oyó. Las suyas son ilustraciones centradas sobre todo en el glorioso barroco francés y el posterior periodo revolucionario. Era un nostálgico a su manera. Y olvidó, o no, quizá perdonó, o tampoco, quizá evitó, es lo más probable, referir las tragedias vividas a cambio de diluirse en mundos pasados que imaginaba o pintaba más tiernos y bellos.

Casi nadie de los españolitos que lean estas líneas ha pasado por tres guerras. Ni por dos. Quizá por una, como mucho, la de Ifni, o alguna dura misión de nuestras tropas en el extranjero. Pero son por fortuna inmensa minoría. Los demás nos hemos criado en tres cuartos de siglo que no han visto prácticamente conflictos en nuestra tierra, salvo los que nosotros nos empeñamos que haya, claro está. Repasen el más elemental tratado de historia de España. Desde que se escriben nuestros hechos, desde que hay lo que llamamos historia, no ha existido un periodo sin guerras tan largo como el que hasta hoy tenemos. No hablo de regímenes más o menos autoritarios o pretendidamente democráticos. Hablo de guerra, de la simple y bestial palabra guerra. Nuestro tiempo no es en absoluto normal. Niñatos malcriados por la bonanza, pensamos que tenemos derecho a todo, que es lógico estar más o menos feliz, pero vivo, que lo corriente es tener techo, sueldo o paro comunitario, seguridad, hospitales, móviles, carreteras… Pues no. Sepamos que esta situación es absolutamente excepcional en los dos mil y pico años de nuestra historia. Que esa paz social que se ningunea y desprecia por tanto descerebrado mesiánico es un bien exquisito y raro que generaciones y generaciones de españolitos antes de nosotros no disfrutaron jamás. Y no somos más listos que ellos. Simplemente nos beneficiamos del esfuerzo de gentes anteriores que se afanaron, lucharon, perdieron y ganaron, y trataron de olvidar como pudieron, obligados a vivir juntos en una tierra que alimentaba a todos, rojos, verdes y azules. Por todo ello, esos espeluznantes esfuerzos en desenterrar odios y muertos es revivir esos odios y dar una nueva vida a esos muertos para que en su nombre se mate o se muera. No es gratis ni necesario ese siniestro y contradictorio sintagma llamado memoria histórica. No es inocente ni generoso. Es la sombra de una guerra que fue y que ahora quiere hacerse resurgir de continuo con una maldad que asombraría si no asqueara. Nos hacemos más buenos cuando olvidamos, decía Nietzsche. Por supuesto que hay que saber lo que se olvida. Pregúntenselo a Carrillo y Suárez, un comunista y un falangista. Qué razón tenía el genial loco alemán.

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