La voluntad de creer

La fe parece haber desaparecido y hay como un ansia de creer que no llega nunca a donde quiere llegar

A principios del siglo V se produjo en la esfera romana una curiosa batalla, librada esta vez no con espadas y escudos, como tantas otras veces, sino con plumas e ideas. Roma, la Roma eterna, a la que poco le faltaba para desvanecerse bajo la presión bárbara, ya había probado las hieles del olvido en 410, cuando Alarico irrumpió en ella con sus huestes y la saqueó, dejándola maltrecha y estupefacta, pero viva.

Mucha gente entendía que aquella debacle procedía de la pérdida de un bien sagrado, eterno, cierto hasta entonces como el invierno o la luna: el favor de los dioses. Ya llevaban bastantes años los cristianos extendiendo su credo, alentados por el impulso de ciertos emperadores, y es de entender que si a uno le cuesta cambiar de casa, más le cuesta cambiar de divinidades, por lo que Roma se sentía culpable, y temía que, despechados, los viejos dioses brindaban a sus pérfidos siervos un mar de calamidades por haberlos abandonado. El trigo crecía por Ceres, era Apolo quien hacía subir el sol por el cielo. Las grandes victorias de Roma habían sido un regalo de Júpiter. Todo aquello se iba a perder por seguir los cantos de las sirenas cristianas.

Los cristianos contraatacaron, intentando asegurar las posiciones ganadas. San Agustín escribió La ciudad de Dios, un ataque directo a todo lo que se saliera de los límites marcados por la nueva fe, y Paulo Orosio se dedicó a escarbar toda la mugre de la memoria del mundo para escribir su Historia contra los paganos, cuyo objetivo era demostrar que, ya con los dioses antiguos, al género humano le había ido bastante mal bastantes veces. La verdad es que también a Roma: invasiones galas, horcas caudinas, generales púnicos, bosques germanos, el desastre de Adrianópolis… Ellos prometían que el buen Dios cristiano sí les protegería.

Hoy todo aquello nos llega como voces de niños jugando. Nuestra mirada sobre la fe es más madura, cansada, tal vez estéril. La fe parece haber desaparecido y hay como un ansia de creer que no llega nunca a donde quiere llegar. Hace poco Pablo Messiez ganó el Max al Mejor espectáculo de teatro con La voluntad de creer. La escribió inspirado por Ordet, la película inmortal de Dreyer, y por unas palabras de Juana de Arco, pronunciadas en el juicio que la envió a la hoguera. Ella dijo que había oído la voz de San Miguel, y al ser cuestionada, ella dijo que lo supo porque tenía voz de ángel. “¿Cómo sabe usted que era una voz de ángel?”, le replicaron. Su respuesta es un buen cierre para este artículo, así como un buen resumen del alma humana: “Porque tuve la voluntad de creerlo”.

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