Recurriendo que es gerundio, nuevamente optamos por lo vintage y así apelamos al recuerdo de partidos que hicieron historia. A la fuerza ahorcan y el confinamiento impele a ahondar en la memoria para rememorar hechos que están grabados con letras de oro en la historia del fútbol. Comoquiera que la actualidad llega contaminada por el sectarismo de los mandarines, ya sean políticos o futbolísticos, pues a escarbar en el arcano.

Y en estas tardes de arresto y crujir de dientes, la televisión nos ofrecía recientemente dos joyas que en su momentos fueron puntos de inflexión para el discurrir del fútbol. Uno fue el partido final de México 70 entre la mejor Brasil de la historia y la Italia de Mazzola y Gigi Riva, de Albertossi y Fachetti. Era la gran canarinha que giraba en torno a Pelé y que tenía concertinos de la talla de Gerson, Rivelino, Carlos Alberto o Jairzinho, el hombre que marcó en todos los partidos.

El fútbol se movía entonces deseoso de olvidar lo que Nobby Stiles había aportado de barriobajerismo para que, al fin, los inventores ganasen un Mundial. Y se encontró con Brasil, que le endosó póquer de goles a una Italia que se había hecho perdonar por el ridículo del 66 en Inglaterra. El otro hallazgo fue el de los cuatro goles de Emilio Butragueño en el tórrido mediodía de Querétaro sobre una Dinamarca que partía de favorita bajo el mando de Elkjaer Larsen.

Ese 5-1 a los daneses de un genio incipiente llamado Michael Laudrup dio opción a creer que por fin nuestro equipo podía hacer algo. Pero en el peldaño siguiente topamos con la Bélgica de Scifo y Ceulemans y, sobre todo, con el maldito penalti que Eloy mandó a las manos de Jean Marie Pfaff que nos mandaba a casa. Tardes de tiempo parado que nos está ofreciendo la oportunidad de rescatar joyas que enriquecieron el fútbol y que dormitaban en la memoria.