Trabajé durante toda la tarde. Estaba exhausta pero antes de que el día acabara quería sentir el relente de las calles nocturnas. Abstraída en mis cálculos verbales, percibí que algo sobresalía por el pórtico vecino. Era un cuerpo tumbado de cara a la pared. Sin avisar se dio la vuelta. Era un hombre dormido. Azorada, me separé para no incomodarle. Vestía con una andrajosa camisa que evidenciaba su torso raquítico. No tenía nada más, ni si quiera una mochila donde custodiar las cosas que la vida regala. Nunca antes lo había visto. «Otro más», pensé mientras me atormentaba la cifra y no su nombre. Mis pasos siguieron teledirigidos e impidieron que de mi boca saliera un aliento exasperado. «¿Qué le ha ocurrido? ¿Necesita algo?» Ya de vuelta, el hombre no se encontraba en aquel abismo abandonado. Recordé las palabras que Galeano escribió para las personas que no son aunque sean. "Los nadies, que no tienen cara, sino brazos, que no tienen nombre, sino número". Ya en el portal, me crucé con una vecina que hablaba por el móvil mientras repetía, convencida, que "el virus no distingue de personas".

Según el último informe de OXFAN, la crisis socioeconómica causada por la pandemia dejará en nuestro país una huella desigual que, a largo plazo, será más letal que el virus. Todos estamos expuestos, pero parece que afecta más a una parte de la sociedad, un grupo más desprotegido y con menos recursos. Ya se han cumplido seis meses desde aquel sábado en el que presenciamos, turulatos, una situación inaudita: la declaración del Estado de Alarma. Desde el inicio, se tomaron medidas que realzaban la importancia de tener un hogar en el que sentirse protegido. Las calles se vaciaron, dejando a la vista a quienes vivían en ellas. El 'quédate en casa' no les sirvió a quienes no tenían una puerta que cerrar. El sinhogarismo se hizo evidente. Las administraciones habilitaron plazas de alojamiento de emergencia. Esta respuesta nos enseñó algo: parece que bajo presión encontramos esa solución que se presentaba inalcanzable. Pero eso acabó y demostró ser un triste parche. Con la nueva normalidad los recursos se desmontaron y las personas volvieron a sus calles como si el virus ya no existiera.

La calidad de vida hace meses que dejó de medirse en la cantidad de cosas. Muchos hemos cambiado nuestra forma de entender la vida que veníamos hilando. Pero quizás no todos vivieran un confinamiento introspectivo, tal vez otros hayan sufrido momentos crudos y ahora no vean esa nueva normalidad por ningún lado. Muchas personas han estado cocinando a fuego lento un sinfín de frustraciones, presiones y desesperaciones. Muchos miles de nadies están hambrientos y cansados de tragar promesas, esperas y rechazos. Yo sigo caminando. Observando, amedrentada, cada esquina. Esperando no encontrar a nadie con nada.

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