Era buena persona

17 de julio 2025 - 03:05

La mayoría de las personas se consideran buenas simplemente porque nunca han tenido que poner a prueba sus propios límites. La bondad suele ser cómoda cuando las circunstancias acompañan. Pero cuando la vida aprieta, cuando se cruza la línea del miedo o de la supervivencia, ¿crees que todo ser humano es capaz de hacer daño? La frontera entre el bien y el mal es una línea muy fina, ¿no crees? Hay una frase de Agatha Christie que refleja muy bien esta situación: “Todos somos capaces de matar a otro ser humano en determinadas circunstancias”.

Podemos pensar en una guerra o en situaciones de escasez, donde el miedo y la supervivencia activan zonas oscuras de la condición humana. No siempre somos quienes creemos ser cuando todo se desmorona y me da miedo saber que no siempre tenemos el control y que somos seres inestables y dependientes. Aunque el que lo ha perdido todo y no tiene a nadie, ¿qué miedo puede tener?

Pero no siempre hace falta una guerra para que alguien cruce la línea. A veces basta una acumulación de pequeñas miserias: estrés, cansancio, frustración, la sensación de no tener un apoyo o el miedo a perderlo todo. Personas aparentemente normales explotan en un semáforo, cometen una temeridad, humillan al compañero de trabajo o maltratan a quien tienen cerca. No es excusa, pero es una explicación. La violencia no siempre surge de un solo acto impulsivo, sino de un desgaste lento, una erosión emocional que convierte una discusión sin importancia en un estallido desproporcionado. No conocemos las historias que hay detrás de las personas, podemos estar rodeados sin saberlo de granadas a punto de explotar y si te pillan a ti en el momento y en el lugar incorrecto te pueden empujar al abismo más siniestro. Por ello hay que ser siempre amable y tener los ojos muy abiertos. No sé si todo esto es fruto de los libros de intriga y suspense que leo, aún así, ándate con cuidado, nunca se sabe.

La filósofa Judith Butler plantea que la vulnerabilidad es una condición humana compartida, y que nuestra capacidad para hacer daño o recibirlo está atravesada por las circunstancias sociales y emocionales que nos rodean. Nadie está completamente a salvo de perder el equilibrio cuando se siente amenazado, humillado o expuesto. Lo que llamamos maldad no siempre nace de la perversión, sino de la fragilidad: una fragilidad que, en situaciones límite, o incluso en las no tan límite, puede empujar a cualquiera a cruzar una frontera ética que en otro momento consideraba inquebrantable.

–¿Has oído lo del vecino? No te vas a creer lo que ha pasado, si parecía una buena persona–.

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