Vista de la torre de la mezquita Koutoubia, construida en el siglo XII. Vista de la torre de la mezquita Koutoubia, construida en el siglo XII.

Vista de la torre de la mezquita Koutoubia, construida en el siglo XII. / María Traspaderne (EFE)

Llegamos al Atlas después de muchas horas de carretera. El paisaje era impresionante, uno de los más bellos que he visto en mi vida, y, aunque el calor era abrasador, yo aprovechaba cada parada para bajar del coche y hacer fotos. En algunos recodos de la carretera, los jóvenes del lugar habían montado pequeños puestecillos en los que vendían collares de hematites y fósiles de todo tipo: trilobites aún encajados en la roca y ammonites limpios y de tamaño enorme que nos hablaban de la antigüedad de esas tierras y de su imponente pasado geológico. Nos pedían aspirinas. A pesar de la sequedad del verano, la paleta de ocres se veía interrumpida, a veces, por el verdor de alguna huerta o por la mancha fértil de un oasis.

Los poblados, esparcidos por aquella tierra hermosa y dura, parecían sacados del atrezzo de un portal de Belén. El adobe nacía de la propia tierra adoptando su color y se elevaba milagrosamente sobre sí mismo creando también montañas, pero hechas por el hombre. Nos bajamos en uno de ellos encaramado en la falda de la cordillera, verdaderamente bonito por su buena conservación y por su ubicación. Sin embargo, a medida que nos íbamos acercando y entrando en sus calles, la vista hermosa y exótica de la postal fue diluyéndose y empezó a aparecer la pobreza de las viviendas, la desnutrición de los niños y la falta de servicios de todo tipo: ni agua corriente, ni alcantarillado, apenas algún poste para el cableado de la luz. No todo el planeta los tiene. El grupo decidió subir hasta la parte alta, pero yo no pude. El calor tremendo había hecho que mi tensión se desplomase, así que preferí quedarme sola en una de las callejuelas de la parte baja, sentada en un murete a la sombra y con mi botella de agua mineral con la que, de vez en cuando, me mojaba la nuca.

Al rato apareció una niña, desaliñada, con el pelillo enredado y el vestidito sucio. Madame –me dijo en un francés torpe y entrecortado–, voulez-vous entrer chez-moi? Y me señaló una puerta abierta en la misma calle. La acompañé hasta su casa y entré. Hay muchos tipos de pobreza y, como decía Vicente Ferrer, algunas pobrezas son la nada. Aquella también era, casi, la casa de la nada. Un par de habitaciones con unas mantas en el suelo y unos almohadones astrosos donde se sentaban y dormían, el hogar de leña para cocinar y, a su alrededor, algunas cazuelas y teteras. En la otra habitación, se veía una vaca escuálida. Me ofrecieron agua, que no bebí por miedo a enfermar, aunque acepté su té. Una señora anciana y una mujer más joven cuchicheaban y se reían, quizás sorprendidas por la visita inesperada de una turista extranjera. La niña me explicó que en su pueblo remoto del Atlas rodaban películas y que a él llegaban algunas veces gente muy famosa.

Lo peor de las catástrofes naturales es que no saben que al planeta lo hemos dividido entre pobres y ricos y, al final, acaban cebándose sobre los que de por sí nada tienen para que tengan más nada.

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