La excepción francesa

Convertir la cultura en el signo existencial más llamativo de Francia fue la gran apuesta de Mitterrand

El 10 de mayo de 1981, el socialista François Mitterrand asumió la Presidencia de la República. Se han cumplido 40 años y la prensa francesa ha dedicado numerosos análisis a valorar su mandato político. A un español le sorprenderán los unánimes elogios dedicados, en casi todos los periódicos, a la labor cultural llevada a cabo bajo su mandato. Una aprobación que, sin pretenderlo, oscurece sus posibles méritos restantes. Visto desde España extraña, en efecto, que un representante del poder sea tan gratamente recordado, tras 40 años, sobre todo por la fertilidad cultural que imprimió a su país. Ya el general De Gaulle, en 1959, creó un ministerio de Cultura, a propósito, para Malraux, la persona que mejor podía encarnar ese papel y llenarlo de ideas. Pero las buenas intenciones del general no estuvieron acompañadas de presupuestos y el autor de L'espoir hubo de resignarse a ser figura más bien decorativa. En cambio, Mitterrand debió intuir que, si quería ser, pasado el tiempo, dignamente recordado, la cultura ofrecía posibilidades tanto más necesarias cuanto que los políticos habituales solían prestarle escasa atención. Convertir la cultura en el signo existencial más llamativo de Francia fue, pues, su gran apuesta. Mitterrand, personaje de gustos más bien clásicos, como le sucedía a De Gaulle, necesitó un nuevo Malraux y lo encontró en Jack Lang. Hombre con otra sensibilidad y conocimientos, pero igualmente deseoso de recuperar y imprimir un nuevo aire al difícil mundo del arte y las letras. La complicidad entre el presidente y su ministro -cenaban una vez por semana para ajustar sus ideas- funcionó hasta tal extremo que casi todos los proyectos cobraron vida. Y para escándalo de los restantes ministerios, por primera vez se gastó en cultura el uno por ciento del presupuesto nacional. Como consecuencia, se levantó la Ópera-Bastille, se adaptó el Gran Louvre como museo, se construyó la nueva Biblioteca Nacional (hoy Biblioteca Mitterrand) y cientos de museos e instituciones se beneficiaron de esa excepcionalidad económica concedida a la cultura. Sin olvidar decisiones como la del precio único del libro, que sería imitada, por fortuna, en la mayor parte de los países europeos. Por una vez, ilusiones y palabras no se quedaron en promesa. Y ahí están las pruebas. No debe extrañar, por tanto, que los franceses recuerden aquella época porque la cultura adquirió una nueva imagen para Francia. Un fenómeno similar no parece que esté en puertas de producirse en España.

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