Nada nos gustaría más a los historiadores que tener, aunque fuera, una decena de fotos de la Toma de la Bastilla de 1789. A excepción de algunas imágenes y dibujos posteriores, como los conservados en el parisino Museo Carnavalet, hemos de valernos de la imaginación para reconstruir visualmente los hechos y relatos y dotarlos de cierta corporeidad. ¡Cómo han cambiado las cosas! La semana pasada, el asalto al Capitolio estadounidense se nos ha retransmitido prácticamente en directo y las fotos han inundado las redes sociales y los medios de comunicación, permitiéndonos mejorar nuestra percepción de la realidad y afinar nuestra capacidad de análisis. También, en consecuencia, se nos han multiplicado las emociones. Por mi parte, puedo confesarles que he sentido una gran inquietud y no poco miedo sociológico. No podría decir si me ha asustado más ver a un hombre disfrazado de bisonte entrar en el Capitolio o comprobar que hay gente que para ir a las manifestaciones ya sale de casa pertrechada cual soldado de tropa de asalto o mercenario paramilitar. No sé si me ha espantado más descubrir que hay tipos que disfrutan, ufanamente, colocando sus botas sobre la mesa de Nancy Pelosi o comprobar que, una vez más, la ultraderecha trumpista se ha expresado a través de una sobredosis de malentendida testosterona y de una gestualidad violenta y macarra que me pone los pelos como escarpias.

Ninguna forma de violencia tiene mi simpatía, venga del bando que venga, pero esta que lleva en las pancartas la palabra Liberty mientras que en las sudaderas hace apología de lo sucedido en Auschwitz, particularmente, me horroriza. Trump ha tenido la habilidad, como algunos otros, de elaborar un relato que es capaz de mezclar cosas inmezclables, de agostar el pensamiento crítico y de redefinir todos los conceptos: patria, ciencia, república, justicia, democracia, fraude… Con todo, el líder nunca es el verdadero problema en estos casos: el problema es la existencia de una parte de la sociedad susceptible de creerse a pie juntillas todo lo que le dicen y dispuesta a entrar en la dinámica del odio. A pesar del presunto éxito de sus políticas económicas, nada evidencia que Trump haya mejorado sustantivamente las condiciones de vida de esta gente. Sin embargo, no hay duda de que les ha dado algo de gran valor: la voz, la calle, el protagonismo, la posibilidad de salir de sus cavernas, sin pudor y armados hasta los dientes, para saltar a las portadas de los noticieros. ¿Cuándo, si no, sin mediar Trump, se iban a poder hacer un selfie sin mascarilla y profanando los escaños del Congreso?

En el fondo, era fácil verlos venir. Alguna culpa habremos tenido los demás en todo esto. Y más tendremos como civilización, si no nos afanamos ya en poner remedios.

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