
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sin cortafuegos ni cabezas de turco
Postrimerías
La fascinación por el crimen ya estaba presente en la tragedia griega, donde de acuerdo con la definición de Aristóteles en un célebre pasaje de la Poética tenía lugar la catarsis o purificación que liberaba a los espectadores, inspirando la compasión y el horror, de sus íntimos fantasmas, actuando como una especie de purga aleccionadora. Las desgracias ajenas servían de espejo a las propias y de algún modo las redimían, sin necesidad de padecer el cruel destino de las máscaras que penaban sobre el escenario. Todo el teatro de Occidente viene de ahí y aunque la explicación aristotélica no deja de ser una forma de justificar la crudeza del repertorio mitológico y su sustrato salvaje, escandaloso en ocasiones para los propios griegos, es indudable que la estilización de las tramas servía a ese propósito, sin excluir la complacencia morbosa que en todo tiempo –la Biblia está repleta de ellos– han suscitado los homicidios. Ya entre los antiguos, sin embargo, hubo quienes defendieron el carácter ejemplarizante de la literatura y condenaron los truculentos excesos de las historias que eran transmitidas en los relatos orales o más tarde, tras la invención de la imprenta, en carteles y folletos de enorme difusión, a menudo basadas en crímenes reales de los que también quedó memoria en romances y baladas. Al margen de las cuestiones estrictamente formales, no extraña por ejemplo la desconfianza de los preceptistas neoclásicos hacia el bárbaro Shakespeare, cuyos violentos dramas les parecían de un mal gusto inadmisible. Pero será la prensa, con su extensión masiva a partir del XIX, la que recurra al reflejo de esos crímenes reales, seguidos con avidez por los lectores, para consolidar un público que también satisfacía su demanda en los relatos policiales, el género negro y las nuevas formas de literatura popular. En el siglo XX, las páginas de sucesos e incluso las cabeceras específicas vivieron una verdadera edad de oro, si cabe llamarla de ese modo, que alcanza su consagración literaria con el famoso y polémico non fiction novel de Capote. Puede decirse que con él nace el floreciente género del true crime, donde los subproductos de ocasión conviven con obras asimismo valiosas de autores como Mailer o Carrère, muy conscientes del terreno pantanoso en el que se movían al recrear episodios verdaderos. No son gratuitos los debates morales que suscitan, pero la cancelación, tan propia del renacido puritanismo, no es aceptable en las sociedades libres. Algo no bueno dice de nosotros, con todo, el desmesurado interés que suscita la crónica negra, sea en forma de casquería barata o de viajes literarios al corazón de los asesinos.
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