Hincó el arado y azuzó a la mula. La reja había chocado con algo y el dental no avanzaba. Levantó la vista. Desde donde estaba se alcanzaba a ver el río entre los tejados y le pareció que un poco de brisa marina hacía cimbrear las gotas de su sudor. Volvió a intentarlo y, aunque notó que algo se quebraba en el suelo, siguió sin poder hacer que el surco avanzara. Él, su padre y su abuelo, y quién sabe cuántos más antes que él, habían arado esa tierra que se deshacía en fango cuando llovía y se endurecía como una piedra cuando apretaba el calor. Ablandada por el esfuerzo, prosperaban en ella las higueras, los almendros y el olivo y, si se tenía un pozo para las aguas de lluvia que filtraban las arenas, servía para porción de trigo y cebada, ajos, cebollas, alguna parra y berzas de distinto tipo por las que dejaban dibujado su camino brillante los caracoles. Herederos del pasado más remoto, los cabezos oteaban la ría y, tras ella, el mar cuajados de pequeñas casas de campo, huertos y frutales.

Retiró el arado y se agachó con la faca en la mano. Escarbó como pudo y murmuró: “otra olla”. Era lo malo de aquella tierra. A poco que se profundizara, el arado chocaba con esas ollas orondas, llenas de barro seco y duro, en las que, misterios de la vida, la gente antigua había enterrado a sus muertos junto con pequeños objetos: quizás un plato, una vasija, un aro de metal, unas cuentas de marfil, el cuerno de una cabra, la concha de una almeja… No pocas veces las raíces de los árboles habían roto la pared cerámica y habían quebrado el contenido, que se mezclaba con la tierra y con lo que parecían cenizas y restos de una comida. Lo desenterró todo –ya rebuscaría más tarde– y siguió arando. Tantas eran las que se habían encontrado en su cabezo que entre los vecinos del pueblo se le conocía ya como el “Cabezo de las Ollas”.

Lejos estaba de saberse entonces que, con el paso de los siglos, a fuer de engullir y aspirar la ese al modo andaluz, se le acabaría llamando “Cabezo de la Joya”, curiosa deformación fonética que se hacía metáfora por el hallazgo fortuito de alguna figura de orfebrería o de un jarrillo de bronce o de alguna pieza de oro aparecida entre los huesos. Lejos estaba se saberse entonces que aquella era una necrópolis tartésica de importancia singular, digna de recibir el nombre de “La Joya”.

En el Cabezo de la Joya no hay muros ni murallas, ni restos de viviendas o de templos: la gente enterró a sus muertos en lebrillos, con su pequeño o gran ajuar, hendiendo la tierra montuosa del cabezo. Ahora esas ollas esperan ser extraídas e investigadas, sin dilación, como un libro de historia que ansía ser abierto, leído y estudiado para desvelarnos sus misterios. Aunque luego nada quede en el terreno, nuestra primera y fundamental obligación es la investigación y que esas ollas preñadas de historia reposen en el museo, preservadas del expolio y la destrucción, para que toda la ciudadanía pueda seguir, con el arado del conocimiento, abriendo los surcos de una historia propia.

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