
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Bienvenidos a 'Tenfe', el tren de los horrores
Ansia viva
No era la primera vez que Gregoria bajaba al refugio, pero aquella cambiaría su vida para siempre. En medio de las sirenas, con su prole al lado y el marido lejos, los pañales de Alberto la hicieron volver a casa. Dejó a los mayores para que cuidaran de los más pequeños. Cuando regresó no encontraba a sus dos hijas. Espe y Bego habían desaparecido. Una vecina a quien no dirigió la palabra en lo que le quedó de vida, las había trasladado a un siniestro camión, de aquellos que venían para que los niños no sufrieran el horror de la guerra. No llevó a su propia hija, pero sí lo hizo con las de Gregoria. Hasta que ésta volvió a verlas, pasaron más de veinte años. Llegaron en una escena de estación antigua con la vida que ella no había podido ver. Una de ellas con hijos y después hasta con nietos con los que aumentar su familia. Siempre supo "que estaban vivas", decía las pocas veces que hablaba del tema. Cuando llegaron, no las dejaban volver a lo que era la Unión Soviética. Constantes visitas a la Comisaría para demostrar que eran personas normales, que no pertenecían a conspiración internacional alguna y que pocos secretos tenían que contar de las entrañas de un estado enemigo. Vinieron para unos días y se quedaron meses. Regresaron al país donde pertenecían, aquel al que les habían enviado contra su voluntad, pero que convirtieron en su hogar. Recordaban cómo huyeron de una guerra civil y se encontraron con una guerra mundial. Primero Tania y Alik, luego Sherioza y Cristina.
Después regresó Espe, que trabajó en una de esas empresas que la reconversión se llevó por delante y que hacía de traductora de la familia. Un idioma extraño y tantas cosas en común. Bego tardó un poco más, pero volvió con la misma expresión de entonces. Era hija de su padre y hermana de buena parte de sus hermanos. Se parecían mucho. El Gobierno les ayudó para que la pensión que cobraban en rublos fuera digna en pesetas. Quedaban atrás años duros, de traer una maleta y llevarse diez con lo básico que allí no tenían; de adioses en la estación de Irún, donde cambiaban a un tren con distintas vías; de cartas en dos sobres, uno de ellos con su dirección que uno de sus hijos aprendió a copiar en cirílico metida en otro con la de la embajada española en París, donde un funcionario la extraía para continuar su viaje. Años de respuestas a preguntas serias que le hacían sus vecinos, como aquella que siempre recordaba de si era verdad que en la Unión Soviética se comían a los niños. Desde su apenas metro cincuenta, Gregoria, sin pestañear les contestaba siempre lo mismo: "Pues mis hijas se fueron bien tiernitas y aquí están".
Desde donde esté, probablemente Gregoria habría recordado esa historia hoy. Sus hijas vivían en Rostov, una ciudad en la que hacía tanto frío que cuando hablaban, el vaho del aliento se congelaba y hacía un ruido como de campanillas. Está muy cerca de Ucrania, probablemente demasiado cerca para que Gregoria no estuviera preocupada. La familia perdió de vista a sus descendientes e incluso su apellido porque les dijeron que los rusos mezclaban ambos para construir uno nuevo, pero con la idea certera de que varios de los suyos andarán cerca de donde ahora, algunos se empeñan en repetir lo peor de la historia.
Esto no es ninguna fantasía. Gregoria era mi abuela.
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