Las abejas se mueren y nos arrastran con ellas. Esa es la conclusión de un breve documental de Greenpeace que circula por las redes, en el que se advierte del grave perjuicio que supone el envenenamiento de estos insectos. La principal causa del desastre es el uso de plaguicidas, habituales en la agroindustria. Es sencillo de entender: las poblaciones de abejas se están reduciendo drásticamente, sin abejas no hay polinización, sin polen las flores no se fecundan, sin los frutos y semillas que dan esas flores no hay alimentos… y el siguiente eslabón se lo pueden imaginar. Estremece pensar que esos bichitos voladores tienen tanto que ver con el futuro de nuestra vida.

Pero no hace falta que las abejas (mejor dicho, los venenos que las matan) inicien un efecto dominó para estar en peligro. Basta con ponerse a tiro de algunos herbicidas como el glifosato, el más vendido y polémico del mundo, cuyo abultado currículum de amenazas para las personas corre parejo a las ganancias que por él se embolsan las multinacionales. Muchos ayuntamientos en España lo han prohibido; en Huelva se presentó el año pasado una moción para impedir su uso en parques, jardines o carreteras, pero fue rechazada. Es cierto que el glifosato no es ni de lejos el herbicida químico más tóxico, pero se ha convertido un emblema, una batalla crucial en una guerra mucho más amplia: la resistencia a la agricultura mercantilizada, que arrebata a los pueblos el control de su sistema alimentario y causa hondas heridas al planeta y a sus habitantes.

El uso de productos que entrañan riesgo para la salud, y la absoluta indiferencia ante sus efectos nocivos, son prácticas habituales de muchas empresas. Nada que no sepamos: recuerden el caso del amianto, un veneno que ha matado o enfermado a miles de trabajadores en todo el país aunque, antes de que fuera prohibido, los dueños de las fábricas ya conocían de sobra sus daños. Da igual el ejemplo que se ponga, detrás siempre está el afán desmedido de lucro por encima del bienestar de las personas. Y en la cuneta, como siempre, las víctimas, daños colaterales insignificantes en este inmenso negocio de los venenos. Pero puede que se les esté yendo la mano, y eso nos lleve a todos a pensar en alternativas. Las hay, por supuesto: soluciones ecológicas de probada eficacia, una administración que no mire para otro lado, legislación menos permisiva… En realidad, el mayor veneno es no hacer nada. Eso sí que termina matando.

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