Vivo en un barrio lleno de pisos de estudiantes en invierno que se reconvierten en turísticos en verano, donde los precios no paran de subir. En general no hablamos de grandes tenedores, sino de pequeños propietarios que compraron esas viviendas como inversión. Pero si no perteneces al colectivo de los estudiantes, los funcionarios interinos que buscan casa por pocos meses o los turistas de paso, olvídate de alquilar por aquí. Si encima tienes un apellido no español, trabajo temporal o niños pequeños entramos directamente en el territorio de los milagros. Algunos no es que no puedan pagar el alquiler, es que no pasarán nunca el casting.

Se me dirá que los propietarios tienen que proteger su fuente de riqueza. Así es, y la ley también los ha protegido a ellos, a esa clase media que ha incrementado su número de propiedades en más de 5 millones durante la última década. Teniendo claro el papel que juega este rentismo popular, mayoritario en la estructura del alquiler en España, el armazón legislativo se dirige a defender la propiedad privada. Pero ese interés no debería dejar de lado el bien común. Precisamente por eso hacía falta una Ley de vivienda, para establecer algún tipo de control e intentar la cuadratura del círculo. No es extraño, entonces, que haya recibido tantas críticas: para el PP es una ley “cancerígena”, para los sindicatos de inquilinos y el movimiento contra los desahucios se queda corta, para los agentes inmobiliarios es nefasta... Su futuro pende del hilo de las próximas elecciones.

Detrás de esas críticas hay una cuestión de fondo no resuelta: si la vivienda es un derecho o una mercancía, si hay que priorizar el vivir o el invertir. Pese a las recomendaciones que le hicieron al gobierno desde la propia ONU, la norma, tal como está, no incluye la justiciabilidad del derecho: esto es, que no se puede reclamar ante los tribunales que las instituciones cumplan con lo que la Constitución establece, como sí sucede con la sanidad o la educación. O sea, que la vivienda sigue siendo un derecho de segunda.

El asunto de los alquileres, dentro del problema general de la vivienda, tiene que tomarse como una emergencia nacional. Difícilmente se puede compaginar el derecho a un proyecto de vida propio con los flujos del mercado y los sagrados intereses de la propiedad. Con Ley de Vivienda o sin ella, el techo seguirá siendo el eslabón débil de nuestro Estado democrático Todo lo demás es publicidad engañosa.

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