Relatículo

Renard sólo hallaba razones para no escribir una novela. Yo encuentro motivos hasta para escribir relatículos

La próxima vez que me inviten a colaborar en otro periódico o en una revista, pediré -por favor- que no esperen opinión política ni social. Con cuatro o cinco opiniones aquí a la semana, voy sobrado. Me encantaría escribir relatículos. Esto es, artículos que fuesen pequeños cuentos o historias que me vaya encontrando por ahí. La vida en sí misma, que también hay que celebrarla.

Lo mejor es que los bares son una fuente inagotable de relatículos; y yo tendría que ir más. El otro día, mientras me tomaba un cortado (¡con hielo!) y leía muy concentrado, se producía una curiosa tertulia.

Un parroquiano profetizaba a voz en grito que, en cuanto el dueño del bar se jubilase, se divorciaría. "Ni dos meses dura", se reía el hombre. Y vuelta a la carga, con una rara y regocijada insistencia, que chocaba. "En su casa, su mujer a éste no lo aguanta", señalaba. "Pasa siempre", generalizaba.

Yo, tan monogámico, me interesaba por esa ley de gravedad. Pensé: "A ver si no voy a poder jubilarme jamás". Por suerte, la camarera, que es cuñada del dueño del bar, no lo veía tan claro. Ella apostaba por la paciencia de su hermana: "Seguro que lo aguanta".

Se presentía un drama oculto. Ernest Hemingway dijo que una buena historia ha de ser como un iceberg. (En esta ola de calor da gusto hablar de icebergs, suspiré mientras tintineaba, hedónico, los hielos de mi café.) Los icebergs avanzan tan majestuosamente porque ocultan mucho más de lo que ofrecen; y esa es la razón, según el nobel norteamericano, por la que un cuento ha de tener un décimo a la vista y sus otras nueve partes sumergidas. Era cuestión de esperar.

Y el caballero de la extraña risa disolvente, volteó de golpe su propio iceberg sobre la barra. "Me pasó a mí. Cuando me quedé en el paro, mi mujer me dejó, al mes y medio". Y el corazón hizo crack, como un gran trozo de hielo ártico que se desprende. Ahora, cuando se rompía, encajaba todo.

Esos tristes augurios tan risueños no eran más que una versión del "mal de muchos, consuelo de parroquianos". Pero el caballero mostraba un espíritu tan herido y tan poca mala intención, que se le perdonaba. Era un pesimismo tierno, dolido, resignado. Por el módico precio de ponerle fecha de caducidad a todos los matrimonios del mundo, conseguía salvar las intenciones de su mujer o ex mujer. La justificaba con una dura ley universal. Era un romanticismo del tamaño de un iceberg, helado y majestuoso.

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