
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Planazo en Castel Gandolfo
Me parece sencillamente ridícula la gente que no se alegra del éxito ajeno. Qué pereza me dan aquellos que presumen de sus logros, se vanaglorian y se sienten importantes simplemente porque sí. Porque lo valen. No porque se lo hayan ganado. Ni siquiera porque se lo hayan dicho. Sino porque la ley de la naturaleza les ha hecho así: de primera división, de la élite, del grupo de intocables con derecho total y absoluto a mirar por encima del hombro al resto del rebaño. Y por supuesto, incapaces de celebrar victoria alguna que no sea la propia.
Y lo peor no es eso. Lo peor es que son tan grandes que su egocentrismo les impide ver más allá de sus narices. No se dan cuenta de que la vida pasa aquí y ahora; de que todo lo que sube, baja, y de que, al contrario de lo que piensan, la vida es mucho más divertida, bonita y tranquila desde el suelo, desde donde caminamos el resto de los mortales.
Siempre he sentido envidia sana de aquellos que muestran amor propio, se respetan a sí mismos y caminan dando ejemplo de su buen hacer. Pero esas personas poco tienen que ver con las egocéntricas. El amor propio te hace ser mejor con los demás, te convierte en luz y hace que te alegres, celebres y vivas en paz, compartiendo la buena suerte con el resto. Y, en especial, con los que quieres.
Por eso, es importante saber diferenciar entre los grandes y los que se sienten grandes. Los primeros, no saben que lo son. Los segundos quieren hacerte creer que lo son, pero en el fondo, se sienten más pequeños que cualquiera. Inferiores a un mosquito. Es por eso que necesitan contagiarte el mal rollo. Por eso de que "mal de muchos, consuelo de tontos".
Resulta que a medida que voy creciendo voy enterándome mejor de cómo va la cosa. Y es que la humanidad se divide en dos grupos: los felices y los infelices. Así de simple. Los que son felices, o al menos lo intentan, van por la vida aportando, y los que no conocen la alegría ni la han buscado jamás en el diccionario, se pasan los días lamentándose, odiando a todo aquel que esboce una sonrisa y, por supuesto, maldiciendo su éxito.
Y ojo porque ¡están por todos lados! Seguro que tú conoces a alguno. A un jefe déspota, a un compañero desdichado, al amigo "eterno desgraciado", a un ex amor que decidiste dejar en el pasado… Así que, cuidado. Porque los hay de todos los colores, en todas las versiones, profesiones, clases sociales y religiones… aunque, eso sí, por suerte, conforman el porcentaje más pequeño de la población.
Quizá pertenecer a ese 10% les diga algo. Ojalá se den por aludidos, los que sean, los que quieran hacerlo, porque nunca es tarde para cambiar si la dicha es buena. O eso dicen…
Sea como sea, que no te líen. Puede que con sus aires de grandeza intenten apagarte, hacerte sentir pequeño o desprestigiarte. Pero tenlo claro: es todo un espejismo. No te llegan ni a la suela del zapato.
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