Mirlos en mi patio

La pareja de mirlos han traído a casa algo tan humano como disfrutar la naturaleza, admirar la vida, cuidarla y protegerla

Durante la semana voy pensando a qué tema dedicaré El guarán amarillo. Los noticieros, sin duda, dan ideas: la libertad que no lo es, los indultos que parecen insultos, las personas migrantes tratadas como cosas, las confidencias de un comisario y sus secuaces mafiosos, la cepa india (eso sí que va a ser una invasión), la factura de la luz -nocturna- y el repunte horripilante de la violencia de género… De sumo interés todo, desde luego, pero a la vez agotador y no poco esterilizante. Cavilo, a veces sin descanso de lunes a lunes, hasta decidirme por un tema. De algunos, de hecho, ya he hablado.

Permítanme, por eso, que hoy les cuente que una pareja de mirlos negros ha anidado en el viejo jazmín de mi patio y que la observación de esas criaturas y de sus costumbres ha convertido a todos los miembros de mi familia en improvisados aprendices de ornitólogos. De repente, nos dimos cuenta de que allí habían hecho su nido: una prodigiosa cazuelita de hojas y ramitas perfectamente trenzadas que ha debido resistir durante las últimas semanas la lluvia enérgica de mis riegos con la manguera. No sabíamos que estaban allí y, ahora que lo sabemos, nos falta el tiempo para observarles y comentar sus idas y venidas. Todo con cautela y silencio, para que no se asusten y puedan cumplir con su tarea, que no es poca.

De los huevos azules ya han nacido cuatro polluelos que se aprietan unos contra otros en el nido estrecho. Apenas tienen plumas y duermen casi todo el tiempo, hasta que el hambre les azuza y entonces, con un simpático jolgorio, levantan sus cabecitas y abren el pico todo lo que pueden esperando alimento. Su padre y su madre, que parecen de especies distintas por su dimorfismo, se turnan organizadamente para traerles su comida. Los vemos llegar con el pico repleto de lombrices y esperan a que todo esté tranquilo para acercarse y saciar a sus polluelos. Si alguno de ellos está en el nido, se posa con cuidado sobre sus hijos hinchando su cuerpo para darles calor y cobijo y aguarda paciente el relevo. A veces, las crías se quedan solas por momentos y aprovechamos para contemplarlos y hacerles fotos.

Sin saberlo, esta familia de mirlos ha venido a traernos una ilusión extraordinaria y a poner en nuestra misma casa algo tan esencialmente humano como disfrutar la naturaleza, admirar la vida, cuidarla y protegerla. Hasta nombre tienen ya, quizás por aquello de "domesticar" que le dijo el zorro al Principito, aunque lo que nos gusta es verlos tan libres y tan auténticos. Tiendo mi hamaca al sol y, mientras leo, oigo el canto de los mirlos, de esa pareja abnegada que comparte por igual la crianza de su prole con un amor instintivo, leal e infinito, sin que pueda caber entre ellos el egoísmo, el odio o la violencia. Menos mal que nos queda la naturaleza.

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