Milagro en el Congreso

Los científicos conviven cada día con salarios miserables, contratos en precario y la moral por los suelos

Si pensaron que era chungo llamar SARS-CoV-2 (así, con las mayúsculas en su sitio, que lo he mirado en Internet) al bicho que nos viene amargando la existencia desde hace dos años largos, sepan que hay nombres peores. Por ejemplo, el de un gen que se llama C9ORF72. Como eso no se puede pronunciar, imagino que quienes lo conocen lo llamarán de alguna manera más o menos familiar, no sé, el C9, el Corf, Orf, Setentaidos… Cosas así. Lo importante, en todo caso, es que ahí dentro, en el gen, se produce una "expansión de la repetición del hexanucleótido". No me pregunten lo que es y échenle imaginación, como he hecho yo, pero resulta que es la causa genética más importante de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (la ELA). El descubrimiento no es ninguna tontería: conocer qué la causa es el primer paso para encontrar un tratamiento para esta enfermedad rara, incurable y mortal. El misterio lo ha resuelto el Grupo de Inestabilidad Genómica del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), un equipo liderado por Óscar Fernández Capetillo que resulta que es uno de los mejores científicos del mundo, destacadísimo por sus hallazgos sobre el cáncer, que es español y que además trabaja en España. Casi un milagro, vaya, tal y como está el patio. El CNIO se creó en el año 2003 con la idea de atraer talento, patrio o extranjero, y en esas que atrajo a Fernández Capetillo, que por entonces trabajaba en el Instituto Nacional de Cáncer en Bethesda, en Estados Unidos, y tenía 30 años. El hombre, en un derroche sin precedentes de fe en su país, se vino con todos los bártulos, aunque por mucha fe que le pusiera aquello no movió una sola montaña. Durante dos décadas ha ido viendo, imagino que con cierta tristeza -también, probablemente, con su mijita de cabreo- cómo la ineptitud y la burocracia han ido encorsetando cada vez más al CNIO, donde no podían ni comprar sillas sin pasar por el ojo, vigilante e inflexible, de Hacienda. Pero lo suyo no es especial. El resto de institutos, universidades y organismos varios que conforman la Ciencia pública de este país, con sus investigadores al frente, viven un día a día determinado por los salarios miserables, los contratos temporales y precarios y la moral por los suelos, pisoteada, ante la certeza de que el compromiso de España con su ciencia, con ellos, es solo de boquilla. Hay días, sin embargo, en los que uno todavía encuentra espacios para la esperanza, y la semana pasada fue uno de ellos. El Congreso aprobó, sin votos en contra, una nueva ley que devuelve cierta dignidad a la Ciencia, reduciendo el papeleo y creando una nueva modalidad de contrato indefinido para los científicos. Es un pasito, claro. Queda mucho, muchísimo, por hacer, pero el inusual acuerdo de todos los partidos casi consigue que me reconcilie con una clase política que, por una vez, ha entendido que lo que España necesita es menos ideología y más idea. Cerebros que nos ayuden cuando, por ejemplo, llegue un virus de nombre impronunciable a jodernos la vida a todos.

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