
La firma
Antonio Fernández Jurado
¿Un país roto?
Cambio de sentido
En este laberinto de espejos en que vivimos -leo que los españoles pasamos once horas diarias delante de pantallas-; en este mundo del internet de las cosas, de la realidad virtual (ese oxímoron), del contacto sin contacto, emociones precocinadas, positividad de pegolete y coches más inteligentes y educados que sus usuarios; en medio de este circo desabrido y sin alma, de pronto, cae un telón: un fallecimiento, una enfermedad, la ruina, el desamor. Las tragedias a las que asistimos con consciencia -bien sea como protagonistas, coro o testigo- nos reconcilian con la vida pequeña y su muerte, también pequeña. El duelo por la muerte del autor de Carnaval Juan Carlos Aragón me hace saber que el cantar continúa teniendo sentido, entendimiento y razón, y que no todo en el ser humano está perdido, pues aún somos capaces del llanto y el canto juntos.
Yo no conocí a Juan Carlos Aragón, ni sé apenas de su persona y personalidad. No recuerdo ni un verso de un libro suyo que hay por casa. Sin embargo, me aprendí de cabeza y corazón sus letras mucho antes de saber su nombre. Las he cantado apasionadamente, sola y en compañía, como tantas otras coplas de aquí y allá, de ayer y hoy, de ida y vuelta. "Hasta que el pueblo las canta,/ las coplas, coplas no son,/ y cuando las canta el pueblo,/ ya nadie sabe el autor", sabía Manuel Machado. Las ciudades de este sur aún lloran a quienes han dejado sus coplas en el aire y pueden respirarse.
Quizá hayan visto el vídeo: a las puertas del Falla -la calle atestada-, ante el ataúd, la chirigota de Juan Carlos Aragón canta un pasodoble mayúsculo de Los Yesterday y su comparsa, el Credo de Los peregrinos. Asistimos a la catarsis: hombres que lloran mientras cantan, hombres que cantan a lágrima viva mientras lloran a viva voz. Esto es Cádiz, y es un entierro en Nueva Orleans, y es San Juan de Urabá despidiendo a sus muertos con alegres bullerengues. Hay algo -una fuerza tan grande que el poder siempre quiso apropiárselo y usarlo como arma a su favor- en la emoción colectiva y su expresión, en la palabra dicha de viva voz, en el ritmo, en el canto común. Hay pueblos que, indómitos, valoran sus cantares y cantores, que aún no se han olvidado de llorar y cantar, y esto mismo es una forma de resistencia ante la asepsia y la inhumanidad. "Yo no cantaba pa que me escucharas/ ni porque mi voz fuera buena/ yo canto pa que se me vayan/ la fatiguilla y la pena". Bendita sea esta tierra, que de su queja aún brota el canto.
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