Hacia finales del XVIII, algunos ilustrados precursores del liberalismo tuvieron claro que el ser humano gozaba de derechos naturales y, entre ellos, defendieron –a veces, incluso, desde la prisión o las barricadas– la libertad de pensamiento y opinión. Dos libertades unidas indisolublemente: nadie puede obligarnos a pensar como no pensamos, pero ese derecho sería algo estéril si no pudiéramos expresar nuestras ideas. Así, de la libertad de pensamiento nace irremediablemente el derecho a poder expresar una opinión propia y distinta y de este derecho cuelga, como un fruto necesario, la libertad de imprenta. La defendió como pocos a principios del siglo XIX un onubense preclaro, José Isidoro Morales, que supo que en nada quedaría el pluralismo verbal si no se reconocía legalmente el derecho a dejar escrito y publicado el legado de las ideas, las opiniones y los pensamientos. En muchos sitios del planeta esa libertad y su derecho aún no existen. En otros, la democracia los establece y respeta, pero no pocas veces su vuelo está alicortado por la autocensura, los intereses espurios o la cobardía. Incluso así, el derecho a una opinión libre y publicada es uno de los valores que más ha calado en la cultura política occidental y, probablemente, es también el derecho que más entrenamiento y ejercicio tiene cada día.

En los últimos tiempos, además, las redes sociales han proporcionado un canal barato, inmediato y relativamente anónimo que, fácilmente, proporciona a la opinión –a cualquier opinión– un inmenso auditorio sediento de opinión. Por eso leemos, epatados, lo que leemos y, a veces, llegamos a preguntarnos: ¿Todo vale? ¿No hay límites? ¿Cualquier opinión, incluso la que incita al odio o la violencia, debe ser permitida? ¿Vale incluso la opinión que ataca a la libertad de opinar, es decir la que agrede a la expresión de un pensamiento distinto? En algún lugar del mundo, seguro que hay ya una nueva generación de filósofos y pensadores políticos aplicando su sesudo talento a la contestación de estas preguntas.

Para que no se aburran, les lanzo otra: ¿es legítima la opinión que se funda en la ignorancia o, premeditadamente, en la mentira? Desde luego, los ilustrados del siglo XVIII ni siquiera concibieron esta posibilidad. En su utopía luminosa, ellos pensaban en una sociedad mayoritariamente culta y bondadosa y en que cualquier opinión sería la expresión de un pensamiento madurado en los barriles del conocimiento, la verdad y la reflexión. Se caerían de espaldas, si leyeran lo que hoy se escribe en las redes sociales, lo que alguna gente es capaz de vomitar al segundo sobre temas de los que no conoce absolutamente nada o de los que solo posee el conocimiento minúsculo y deforme que le proporcionan las mismas redes sociales. Cualquier cosa es esto menos un círculo virtuoso. Hay que armarse de paciencia y tolerancia: es lo que tienen las libertades y los derechos, que no siempre se saben usar.

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