Había una vez, en algún lejano lugar del tiempo y el planisferio, un pueblo que se contentaba con el blanco y negro para dibujar los trazos de sus vidas. Con cada línea, hacían de su mundo una amalgama grisácea y taciturna, emborronando, sin quererlo, un camino de oportunidades inagotables. Un día la lluvia, además de grandes inundaciones, trajo consigo un arcoíris de luces vistosas que brincaban por las laderas de las tonalidades. De sus gotas cayeron tintes chillones que vitoreaban con la alegría del que puede ser sin ser juzgado, del que vive sin tener una soga prieta, del que puede, de una vez, dejar la máscara tras la puerta. Los colores, inocentes de su poder, ardían en los ojos de los habitantes de aquella aldea. Éstos, que no estaban acostumbrados a tener que lidiar con tal estruendo, vieron en esas pinturas un peligro que acechaba su cotidiano sosiego. Algunos de ellos no aceptaban que el naranja, el amarillo o el verde rondaran a sus anchas, libremente, haciendo de esas tierras su cobijo. Por eso, los residentes usaban ofensas para empequeñecerlos, deseaban que se callaran, que no expresaran lo que sentían y que volvieran, amedrentados, a la nube grisácea de la que salieron.

Casi lo consiguen pero, de repente, a algunos de esos grises le empezaron a salir manchas azules, lilas y rosadas. Otros, en cambio, hicieron mezclas divertidas para expresar su ideología. Advirtieron que, los valores primarios daban lugar a secundarios y terciarios y que, de esa manera, tenían la oportunidad de desterrar lo establecido y decidir quienes querían ser. Pasado el tiempo, el bando colorista decidió pintar con temperas un banco que yacía descolorido. Escogieron unos tonos que definían su identidad, su orientación o su creencia. Con aquellos colores y sin hacer daño alguno, quisieron darle visibilidad a la diversidad, a la tolerancia y al respeto. Querían sensibilizar a sus vecinos sobre las inquietudes que ellos sentían, sobre las necesidades que, hasta la fecha, no tenían cubiertas. Necesitaban reivindicar sus derechos, visibilizar y verbalizar una realidad que la sociedad desconocía, favorecer la integración y combatir la discriminación y la ignorancia. Pero aquellos grises daltónicos, seguían obcecados y sin ganas de comprender nada. Al ver la banqueta, dejaron suelta a la bicha del odio y con actos cobardes y egoístas destruyeron sus pigmentos, tachándoles de enfermos y cometiendo así un atentado contra la convivencia y la armonía.

Al día siguiente, las brochas, incansables, se alzaron de nuevo y, con enérgicas pinceladas, volvieron a manifestar que existían infinitas formas de ser distintos. La pequeña aldea, poco a poco, se convirtió en un lugar que defendía los colores y condenaba los miedos de una masa colérica. Sus habitantes cuidaron el derecho de romper las cadenas vetustas que les ahogaban y celebraron, al fin, que nadie podía arrebatarles la decisión de ser y elegir en libertad.

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