Dinero llama a dinero

Ahora, a mi pesar, tengo que poner a Rafa Nadal en la ignominiosa lista de todos aquellos que, por dinero, se han puesto al servicio de unos regímenes que disfrazan con petrodólares la desigualdad, la injusticia, la falta de libertad y la violación de los derechos humanos

De izquierda a derecha: Rafa Nadal ; el ministro de Deportes, el Príncipe Abdulaziz bin Turki Al Saud; y la presidenta de la Federación de Tenis de Arabia  Saudí, Arij Mutabagani.

De izquierda a derecha: Rafa Nadal ; el ministro de Deportes, el Príncipe Abdulaziz bin Turki Al Saud; y la presidenta de la Federación de Tenis de Arabia Saudí, Arij Mutabagani. / Jorge Ferrari (EFE)

“Dinero llama a dinero”, decía mi abuela haciendo uso de esa profunda cultura sin escuela que dieron los refranes a nuestros antepasados. Y ya lo creo que es verdad… No sabemos qué oscuro conjuro opera en todo esto, pero, salvo contadas excepciones, el dinero demuestra tener una mágica capacidad de reproducción. Ya sabemos que le dan préstamos solo a quienes ya tienen dinero y que, si lo tienen, las formas de inversión se despliegan a su alrededor permitiéndoles tener aún más dinero. Sometido a su propio algoritmo reproductivo, el dinero tiende naturalmente a crecer y crecer y, aunque se asuman riesgos, siempre se conserva alguna alícuota parte. Tanto crece que adquiere, además, diversas cualidades magnéticas como la descrita por mi abuela. La gente con dinero se atrae entre sí ayudándose a multiplicar su dinero, conformando compactas élites en las que se comparte la seguridad de saber que estás entre iguales y que todos los iguales comparten, a su vez, una principal característica identitaria: el deseo de incrementar y conservar a toda costa su dinero.

Pero hasta el dinero tiene clases: no es lo mismo ser un rico de toda la vida (a estos se les reconoce porque usan con soltura el cuchillo del pescado y porque no pierden la elegancia, aunque lleven un jersey lleno de bolas) que ser un nuevo rico (vas de marca para que no se dude de tu cuenta corriente, pero se te nota el pelillo de la dehesa en los modales –ergo campechanía– y, sobre todo, en la sintaxis). Finalmente, otra categoría son los ricos hechos a sí mismos, que, como tienen que demostrarlo en todo momento, exhiben sus orígenes no sin cierto pudor, pero aspirando a su integración, con el tiempo, en los dos estamentos anteriores.

Aplicando un análisis filosófico a lo del “dinero llama a dinero”, la gran pregunta que sobrevuela las fiestas con jamón y caviar, los garajes con ferraris y las cuentas en Belice es “¿hasta cuándo?”. Una vez que se ha sobrepasado ampliamente la fortuna que se puede disfrutar y que pueden disfrutar cinco o seis generaciones más después de la propia muerte… ¿Hay que seguir acumulando dinero? ¿Nada lo frena? ¿Cueste lo que cueste?

Hablo tanto de dinero porque esta semana se me cayeron los palos del sombrajo con el tenista Nadal. ¿De verdad era necesario que un hombre que representaba algunos de los mejores valores de nuestra sociedad se vendiera a la dictadura saudí por dinero? ¿No podía Nadal prescindir de ese dinero ruin y montar sus proyectos y sus empresas con lo que ya debe de haber ganado en estos años? Me sale gritar: ¿Tú también, Rafa? Ahora, a mi pesar, tengo que ponerlo en la ignominiosa lista de todos aquellos –futbolistas, reyes, políticos, empresarios, investigadores…– que, por dinero, se han puesto al servicio de unos regímenes que disfrazan con petrodólares la desigualdad, la injusticia, la falta de libertad y la violación de los derechos humanos.

De verdad, qué pena. Dinero llama a dinero y también llama a la desesperanza.

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