Pronto se cumplirán 531 años desde la realización del primer viaje colombino. En aquellos tiempos, cruzar el Atlántico daba miedo, mucho miedo. Las leyendas construían sobre él un relato aterrador en el que aparecían monstruosas criaturas, las peligrosas islas de San Brandán y espesas nieblas de las que nunca se podía salir. La realidad abonaba el terror: naves vulnerables, barriles de agua podrida, pan duro, tocino rancio, tempestades, ratas y enfermedades… Pero cruzar el Atlántico representaba también la búsqueda de la riqueza, el éxito y la gloria, y los temores –míticos o reales– quedaban atrás ante ella. Por eso, tanto como los de Colón y algunos otros posteriores, me interesan y me divierten los viajes osados y hasta excéntricos de otros tantos hombres obsesionados, a lo largo del tiempo, con cruzar el célebre océano.

De los que cuenta Manuel José de Lara en su investigación sobre estos curiosos viajes, el que sin duda más sorprende es el que en 1898 proyectó William Ch. Oldrieve, que pretendía cruzar con los “seagoing shoes”, especie de pequeñas embarcaciones de madera con forma de zapatos que le permitían caminar sobre el agua. El viaje nunca llegó a realizarse, pero son impagables las imágenes que el intento nos dejó. En su proyecto, Oldrieve iba a ser apoyado por su amigo William Andrews, un reiterado navegante solitario de las aguas atlánticas al que cabe atribuir más de un curioso episodio.

Seguramente Andrews siguió la estela de Thomas Crapo, que, junto a su esposa Joanna, había cruzado el Atlántico en un pequeño bote de vela de 19 pies de eslora en 1877. Un año más tarde, William y su hermano Asa también lo cruzaron entre Boston y Penzance en un bote de idéntico tamaño que llamaron –poderoso influjo de Verne en todo esto– Nautilus. Culminado con éxito el proyecto, el empeño de cruzar en solitario y en embarcaciones cada vez más pequeñas siguió creciendo.

Para el caso, quizás el que más nos concierne es el viaje que William Andrews emprendió el 20 de julio de 1892 en Atlantic City con el objetivo de llegar a Palos de la Frontera antes de que culminaran los fastos del IV Centenario. En un bote de vela de 14 pies de eslora –unos 4,42 ms.– que llamó Sapolio –la marca de jabón que lo patrocinaba–, Andrews arribó a las costas onubenses el 27 de septiembre de 1892, siendo avistado por un marinero, Rafael Infante Ortiz, que faenaba cerca de Punta Umbría. El capitán, que en realidad era un fabricante de pianos, pudo a partir de ese día atender a la prensa, ser homenajeado y participar en todos los festejos, incluyendo una entrada triunfal en Palos en su pequeño bote el 2 de octubre.

Tan bueno debió de ser el recibimiento y tan cuantioso el lucro posterior que, el 6 de octubre de 1901, Andrews volvió a emprender la misma travesía. En este caso, el bote era aún más pequeño (solo 13 pies) y lo acompañaba su esposa, Mary Sothran, con la que acababa de casarse. Se les vio 15 días después y, luego, nunca más se supo.

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