Manuel González Mairena

Aprisa y corriendo

Enhebrando

La paciencia es un ser mitológico en peligro de extinción que, como algunas estrellas, contemplamos algo que ya ha desaparecido

Estábamos tranquilamente almorzando con el telediario de fondo y de repente la locutora habla de una matanza en alguna localidad al otro lado del Atlántico; la voz estaba sobrepuesta a las imágenes de varios cadáveres salteados por una calle que encajaría con la de cualquier localidad cercana. Sin aviso previo frente a la dureza de las imágenes, tuvimos que pedir a nuestros hijos que no mirasen la televisión. No todo vale. Ya da igual la cadena que pongas. No todo vale. Uno entiende que los informativos tienen patente de corso en lo que al horario infantil se refiere, pero deberían aplicar ciertos límites, un mínimo código deontológico. La crueldad servida en un almuerzo debería advertirse previamente en el menú. Mis hijos aprenden y aprenderán la dureza del mundo, su piel áspera, ese beso de lija, pero en las dosis necesarias. Tampoco puedo esperar que entiendan ahora qué es el sensacionalismo, la opinión o la publicidad, frente a la información. Porque el problema reside en que todo se muestra bajo un mismo envoltorio, algo que lleva tiempo extendido y, como raíces, parece ya inamovible. Es un síntoma más de esta sociedad de mercado, donde todo tiene un precio (usted y yo creo que estamos de rebajas). Todo por la cuota de pantalla. Todo por un click. Todo por más reproducciones, por más likes, por más retuits, por más más. En ese proceso los números se topan con la carne humana y la atraviesan. Cuantitativo versus cualitativo llevado al extremo. Pero el siglo XXI a ese "más" le ha añadido la premisa del tiempo: ya. La inmediatez, el acelerador pisado hasta el fondo, multipliquemos o, mejor, elevemos a su máxima potencia la velocidad de la luz. Háblele a un adolescente de paciencia. La paciencia es un ser mitológico en peligro de extinción, a veces pienso que es aún peor, que, como algunas estrellas, contemplamos algo ya desaparecido.

Y esa celeridad también permea a la vida: a mi hija cuando se queda atrás al cruzar el paso de cebra y le insisto en que vaya más rápido, a las prisas por la siguiente temporada de una serie, en los procesos de aprendizaje en la escuela, a recuperar todo en junio sin pasar por septiembre (yo sin veranos no habría aprobado ciertas materias para las que necesitaba otro ritmo). Sin ir más lejos, hace un rato me tomé una pastilla con un compuesto, arginina, que quita el dolor de cabeza más rápido, no mejor ni peor sino más rápido. Quien mira el segundero pensando en lo perdido ya está envenenado de la prisa, pero hay sanación: la pausa.

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