En el último funeral de una reina del Reino Unido imagino a un grupo de británicos de la Rio Tinto Limited Company en alguna taberna de este rincón del suroeste entre vasos vacíos de aguardiente con aspecto ya poco gentlemen entonando un último y emotivo God save the Queen. Desde aquel enero de 1901 hasta ahora han cambiado mucho las cosas, y lo que para aquellos ciudadanos británicos se viviría en la distancia y la desinformación, ahora se ha convertido en una crónica detallada a toda pantalla. Ayer, ante la ceremonia en la Abadía de Westminster, no dejaba de sentir milésimas de pertenencia, de herencia, de debes hacia lo que un día representaron los ingleses en nuestra tierra. Que aquí queda la huella de los cementerios británicos de Tharsis, Bella Vista y Huelva. O que podemos pasear por el Barrio Reina Victoria o el Barrio inglés de Bella Vista en Minas de Riotinto y acercarnos a la Casa Dirección. Legados tangibles. Como las construcciones del muelle de Tharsis por la Tharsis Sulphur and Copper Company Limited o el muelle mineral de la compañía Riotinto que a la postre se ha convertido en uno de los emblemas de la ciudad de Huelva.

Pero nos dejaron también el fútbol, un calco lingüístico del pie-pelota que aquí es mucho más que eso. Es una herencia que, como el tren del cobre y otros extractos de la tierra, hizo el viaje de la Cuenca Minera hasta la costa. De niño siempre traté de ubicar y recrear escenas de aquel Velódromo con algo de público viendo a veintidós jóvenes tras un esférico de cuero. Y sospecho que no lejos de allí se practicaría el tenis y el críquet. 

También hay herencia intangible, de la que no podemos tocar. Son las palabras, esas que fluctúan sin idioma fijo. Y habrá mucha herencia idiomática, alguna compartida con el resto de hispanohablantes, pero me quedo con la manguara, esa bebida que les debió parecer recia a los anglosajones y que acompañaba a los habitantes de esta provincia desde horas tempranas; una bebida que catalogaron como un agua de hombre, man water. Y también me quedo con un soniquete, una consonante desubicada, implosiva, que se agarra entre los labios de algunos vecinos, y que no puede parecerme más hermosa. Un sonido leve pero que siempre me ha encandilado, quizás porque es sólo habitante de lo oral: “Vivo en el númbero 23 de esta calle”. Númbero, númbero. ¡Qué belleza! Esa mixtura delicada. Así que God save the Queen y, en homenaje a esa simbiosis onubo-británica, God save the chocos.

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