Adiós, Quintero Báez

Unos operarios talando la palmera.
Unos operarios talando la palmera. / Josué Correa

07 de noviembre 2023 - 05:00

Me vino a la mente aquel microrrelato de Luis Mateo Díez que había leído hace tiempo en una antología con la tapa amarilla y la mitad de un dinosaurio huyendo hacia la contraportada, que venía a decir: Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño. A mayor altura, a más lejanía, más hondo e inexorable era el adiós. El poco a poco de lo inevitable. La personificación de esa mirada que observa desde arriba, el emocionario de un ser. Y tal vez no éramos conscientes.

Si miro Google Maps, aún sigue ahí. Pero es un espejismo. Se fue y no le dio tiempo de despedirse de sus calles aledañas. Tuvo una larga vida para un rápido adiós. Un rápido adiós a Tres de agosto, a La Fuente, a Vía Paisajista, porque la llamaría así por la costumbre, a Pablo Rada, Puerto, o a la calle Palos. No pudo despedirse ni de su plaza, a la que siempre respetó su nombre, donde echó raíces. Donde creció al tiempo que vio extenderse la ciudad y agrandarse sus edificaciones. Ella recordaba el tiempo en el que veía el límite hacia el este y cómo se añadieron glorietas, manzanas, y árboles que en algún caso le eran familiares. Estuvo ahí el día que acomodaron los primeros adoquines para el tráfico rodado, el posterior asfaltado, y las últimas peatonalizaciones. Siempre ahí. Paradójicamente, conforme alargaba su figura, dejó de ser altiva para ser paisaje cotidiano, cuando no tenía nada de ello. Dejamos de mirar hacia arriba pero ella no dejó de mirarnos, narradora omnisciente de los viandantes, auténtico kilómetro cero de tantas vivencias en esta ciudad. El sitio de las quedadas, el comienzo de las aventuras. Toda vida es un compendio de recuerdos y los suyos reposaban en tres siglos.

Convivíamos bajo su amparo. Nos contaba al paso de su sombra, conocía nuestros nombres, con quién paseábamos. Contabilizaba nuestras familias, cómo se multiplicaban los habitantes y qué ramas menguaban. La primera en sentir la lluvia, el frío, o los rayos del sol. Cada vez más cerca de las nubes. Capaz de disputarle el decanato emocional de esta ciudad a un equipo de fútbol del que vivió todos sus éxitos. Una palmera como testigo silencioso de soledades y de abrazos, de saludos que acabaron en algo más que eso, de cruces de caminos. De haber podido, habría ido casa por casa a despedirse de quienes nos quedamos con una astilla clavada al ver la imagen de su ausencia. Monumento vivo, monumento natural, monumento onubense. Seguro que de últimas pronunció un “adiós”, para su plaza y para todos.

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