Análisis

José Ignacio Rufino

Feminista, ecologista y social

Las nuevas generaciones se sacuden la caspa antiecologista y antifeminista, y el odio al EstadoEs insensato hoy denostar el feminismo, el ecologismo y las coberturas públicas

Según la ONU, en 2017 fueron asesinadas 87.000 mujeres en el mundo, un 60% de ellas a manos de sus maridos, parejas, novios, ex parejas o familiares hombres, convirtiéndose así el hogar en el sitio en el que mayor riesgo se corre de ser asesinada. Pero también la calle acecha y maltrata más a ellas, en muchos casos con violación a manos de uno o varios individuos, hombres. Los datos comparables de hombres asesinados por mujeres por posesión, celos, temor a ser abandonadas o pura condición de alimaña son despreciables, y aducirlos para diluir lo esencialmente machista y masculino de esta pandemia mundial que afecta a países ricos y pobres es sencillamente una canallada, o como mínimo una estupidez. Por estos motivos, nadie debería abominar del feminismo, sino abrazarlo como voz mundial y terapia contra el machismo (el machismo agresor es la enfermedad, el feminismo su tratamiento, junto con la Ley y la educación). Despotricar del movimiento feminista porque unas señoras protestan enseñando sus tetas pintadas, o porque una provocadora le dice al líder del PP "Casado, yo te hubiera abortado" es también del género simple, porque quien no distingue lo anecdótico de lo general o no tiene muchas luces o tiene un interés malsano, o quizá mala conciencia. Huelga apostillar que el machismo contra el que lucha el feminismo va más allá de los crímenes con sangre, porque el machismo, la desigualdad fáctica de derechos o el sometimiento van más allá de la sangre, aunque no sean mortales. Sólo por los escalofriantes datos, nadie debería negarse el ser feminista o, al menos, el aplaudir la historia de su movimiento organizado.

Tampoco nadie debería en su sano juicio dejar de declararse ecologista. Los que negaban el calentamiento global ya no hacen gracia. El desastre ecológico estaba cantado hace años y, aunque parezcamos estar curados de espanto por el bombardeo masivo de todo tipo de información -cada vez menos productora de conocimiento y más de encabronamiento-, por lo único que a uno no le importaría irse para el barrio de los calladitos es por ahorrarse ver y sufrir el cataclismo en la otra esquina, que ya va sucediendo poco a poco por mucho que hagamos oídos sordos a los datos de temperaturas, variabilidad extrema, desaparición de medios naturales, sean polares, tropicales o meridionales, salvajes o urbanos. Hoy, no declararse ecologista -o admirar o al menos respetar la causa- huele a rancio y a desconocimiento. Como no respetar y admirar al feminismo, desechando las anécdotas.

No me resisto a enfocar a Andalucía y a España en una tercera condición que todos deberíamos compartir: la de socialdemócrata, o sea y en esencia, la de creer que debe haber un Estado fiscalmente redistributivo que provea de sanidad gratuita -no lo es, bien mirado: se paga con impuestos-, y también creer que la educación pública es necesaria para que un país sea digno y saludable. Claro que sí: defectos, y grandes, tiene en la práctica tanto la sanidad como la educación. Como su vida y la mía, como su empresa y la mía, como su casa y la mía: todo es perfectible. Pero no por eso dinamitable para mayor gloria del privatismo y sus pocos ordeñadores, cada día más irracionalmente ricos y más extractivos de rentas públicas. Por eso, cuando Rogelio Velasco, economista y ex compañero columnista de esta sección, ahora consejero de Economía de la Junta y no sospechoso de socialista, pero sí -me atrevo a decir- de socioliberal, dijo el otro día que pedía a Hacienda que dedicara primeramente y todo cuanto pudiera a Sanidad Pública, se me antojó decirle hoy a usted, lector, que es, aunque no lo sepa, feminista y ecologista, y un socialdemócrata de manual (e incluso sin siglas).

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