Crítica de Arte

777 palabras para Castro Crespo

Estudio de Castro Crespo. A media mañana. Altas paredes tomadas por formas poderosas. Son sus cuadros. Coral múltiple, polifónica, a las órdenes de una única batuta que ayunta y singulariza cada componente, nacidos del mismo magma y exclusivos, como los ocho mil soldados de terracota de la tumba del primer emperador de la China. Ordenado desorden que habla de una cabeza viva, atenta.

Tomamos un té rojo en una mesa baja. Con pastas.

Hablamos de su exposición en curso: Barroco.

Uno de los dos nombra lo inevitable en este asunto: Wölfflin, el viejo historiador del arte que todo lo dijo sobre ese suntuoso estilo de los contrarios. Por ahí va el hilo.

Habla el suizo de cinco marcas de lo barroco y comprobamos cómo parece que la exposición del onubense juega a ser una especie de muestrario ejemplificador, de paradigma de ese estilo: el movimiento, el infinito, los efectos de la luz, lo teatral-escenográfico-fastuoso y la mezcla de disciplinas artísticas. Todo se cumple con una chocante obviedad en todos y cada uno de los cuadros de la muestra, pero a la vez todo se infringe en ellos, se trasgrede, se termina por tanto por incumplir. Muy barroco.

El movimiento lo sustancia el artista en una inclinación de las formas que buscan ascender, escapar del marco que las oprime. Que vuelen me dice que pretende. El infinito en la inconclusión de las manchas y las líneas, en la abolición de las fronteras, de los límites. Los efectos de la luz en violentos choques de planos opuestos. Y todo, en fin, en la muestra es teatro, escenografía, fasto: espacios, personajes, objetos… pululan arbitrarios por planos imposibles para terminar, contra pronóstico, cada cual en su sitio.

Quizás, por su peso, merezca comentario aparte la última de las características que plantea el suizo: la mezcla de disciplinas, que podemos extenderlo en este caso también a la mezcla de técnicas: el collage. No es Dadá, ni los audaces surrealistas los que están detrás de sus osadías técnicas, de sus usos libérrimos de los objetos encontrados: está el taller de mi padre -también artista- a quien ayudaba desde niño a montar cabalgatas y desfiles, fastuosas escenografías en movimiento por las viejas calles de Huelva, ahí está su escuela de modernidad, y de barroco: cualquier cacharro valía para componer otro. Cambiar la función de un objeto es transmutarlo en arte, de que esto sostuvo Duchamps se enteraría Castro Crespo muchos años después de practicarlo cotidianamente con su padre.

Es difícil mantener una línea de conversación con el pintor. Tiende a derivar, a encajar anécdotas en su discurso oral como encaja objetos en su discurso pictórico. "De niño me regalaron un teatrito de piezas móviles, ahí está el origen remoto de Barroco, de mi fascinación por los escenarios, las plateas, la tramoya y los patios de butacas con los que jugaba a mediados del siglo pasado y que con los que ahora, en un bucle nostálgico, vuelvo a jugar", argumenta. El juego, todo termina y arranca en el juego en la trayectoria de su obra, sigue jugando en el taller de su padre embelesado por mil trastos que lo llaman para que los rescate, para que los reviva transfigurados en arte.

Y ambos, la persona y la obra, tienen una fuente común: el humor. Ni la una ni la otra se podrían entender sin él. Aunque el expresionismo -nicho en el que más o menos milita, las etiquetas en arte son siempre aproximativas- no es muy dado a lo humorístico, al menos en sus orígenes centroeuropeos es más amigo de lo trágico, de lo cruel-esperpéntico, de lo desgarrado, lo suyo se envuelve en Mediterráneo, en azules, en guiños luminosos pero sin perder en absoluto la trascendencia, el Quevedo del Buscón sería una acertada referencia: una prosa deformante, expresionista que a partir de la carcajada nos lleva a la denuncia y a la consideración moral.

El tiempo vuela. Suena el móvil. Es la llamada de un cliente. Se ha pasado la mañana. Antes de despedirme quiero leerle una reflexión al pintor, una reflexión de Ionesco: "Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte". Le pido que haga una reflexión como corolario del encuentro a la luz del aserto del creador del absurdo. No quiere ser dogmático, alzarse en voz de los demás, contesta por él sólo, como hombre y como artista: "Si una mañana al despertar no sintiera el impulso de pintar, no me levantaría, no me podría levantar; a lo mejor, y sin querer parecer solemne, nunca más". Para mí, para el artista, el arte no es útil, es vital.

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