Cultura

La escritura de la modernidad

  • Coinciden estos días en las librerías tres obras de Baudelaire, parte esencial de su corpus atravesado por la melancolía, el mal, la ciudad y la soledad del hombre contemporáneo

Coinciden felizmente en las librerías tres obras de Charles Baudelaire: Las flores del mal, El spleen de París y Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos. Las dos primeras, editadas por Renacimiento, vienen traducidas y prologadas por Manuel Neila; la tercera y última, en Visor, por el poeta Antonio Martínez Sarrión. Sea como fuere, se trata de una parte fundamental del corpus baudeleriano; y no sólo por la escasez de sus escritos (faltan apenas sus Pequeños poemas en prosa, Los paraísos artificiales y sus Salones), sino porque ahí, en el propio título de los libros, se despliegan y anuncian ya los graves asuntos que atañen a la modernidad: la melancolía, el mal, la ciudad, la soledad del hombre contemporáneo.

Por el Baudelaire de Sartre (también por el de González-Ruano o Mario Campaña), conocemos esta invasión de lo nuevo en la obra del poeta. Novedad que no sólo se ciñe a esas urgentes realidades, al magma de la gran ciudad y sus innumerables habitantes, poco frecuentadas hasta entonces en la literatura, sino que la poesía misma viene a modificarse con el éxito del poema en prosa y estos aforismos, entre la majestad y la súplica, que se recogen en Mi corazón al desnudo. El modelo para el primero fue, como él mismo declara, el Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand. El de los segundos, aquella idea de Poe de verter en un texto las fuerzas ignoradas y la tumultuosa oscuridad que se agitan en el corazón del hombre. Poe, por motivos obvios, no llevó jamás a cabo esta imposible empresa. Baudelaire, devoto del genio de Boston, a más de su piadoso biógrafo, reunió en su última hora la fragmentaria crónica de una inteligencia herida y un cuerpo enfermo. En cuanto a Bertrand, su Gaspard de la Nuit evoca una Europa heráldica, antañona, en claroscuro, a la manera de Rembrandt y Caillot, que en El spleen de París o en los Pequeños poemas en prosa se transforma en el retrato acelerado, en la acuarela rítmica y fluida de la ciudad y su mito insomne.

Nadie, hasta entonces, había datado con tanta crueldad, con tanta compasión, el acelerado inmiscuirse de los hombres en el bíblico laberinto de esta nueva Babel, hecha de todos los pecados, pero donde el ser humano alcanza su cima. Es en el artificio, en las luces nocturnas, en la vertiginosa fantasmagoría del cabaret, donde el hombre se completa finalmente. Y el precio de esta ingente proeza, hecha de máquinas y papel prensa, es la soledad: la soledad del pobre, del humillado, del deforme, el vasto hacinamiento de los suburbios, pero también la soledad del poeta, del flâneur, de aquél que ve sin ser visto, guarecido en la masa, y cuyo uniforme, cuyo disfraz, será el de dandy. Tras esas multitudes, sin embargo, se oculta un enigma; de ese hacinamiento productivo, de la vida confortable del buen burgués, se deriva un cansancio antes ignorado: el spleen, la apática nostalgia de otros mundos. Así, del corpulento crecimiento de la metrópoli nacen dos conceptos, quizá tres, aún hoy vigentes: el misterio, la certeza de una realidad ulterior y escapadiza, y el brusco apetito de geografías distantes que Poe y Baudelaire resumen en su Any where out of the world. El tercer concepto es la locura como transmisor, como secreta puerta a aquellos paraísos, artificiales o no, donde el hombre se asoma a lo sagrado. Vale decir, a lo terrible, a lo inhumano, a lo ciclópeo e indescifrable: "El Poeta semeja al señor de las nubes/ que cruza tempestades y burla al arquero;/ exiliado en el suelo, en medio de las befas,/ sus alas de gigante le impiden caminar".

Una última faceta presente en Baudelaire, no suficientemente ponderada, es su inmensa perspicacia crítica. A él le debemos una de las primeras palabras elogiosas, de gran inteligencia pictórica, sobre los aguafuertes de Goya. De sus Salones se desprende una nueva estética, y no sólo el arbitrario gusto de un hombre de talento. El posromanticismo, el simbolismo o, más tarde, el surrealismo, encontrarán en esas páginas una articulación del misterio. Un misterio asimilado al mal, a la caída, a lo imposible, que dirige como un ensalmo nuestros pasos. Para Baudelaire, el hombre quizá fuera un pecador fascinado, que encuentra en el pecado una verdad que el precipicio del mundo le negaba. Es así como nace el maldito, el solitario, el hechizado, el dandy, ese titán sucio que fue Baudelaire, huérfano de los dioses, paseando su desnudez y su locura en espantosos sanatorios, como un príncipe desheredado cuyo país no existe.

El spleen de París. Renacimiento, 2009. 240 pág. 10 euros. Las flores del mal. Renacimiento, 2010. 288 págs. 12 euros. Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos. Visor. Madrid, 2009. 175 págs. 8 euros.

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