Cultura

Olas rompiendo contra el acantilado

  • El director Terrence Malick, tan alabado como poco pródigo, vuelve a la actualidad con 'El árbol de la vida', tras fascinar a la crítica con trabajos como 'La delgada línea roja', 'Malas Tierras' o 'Días del cielo'

En 1974, siendo Nicholas Ray presidente del jurado, Malas tierras (1973) de Terrence Malick obtuvo la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. A nadie le cupo la menor duda: la puja del presidente fue decisiva en la concesión del premio pues Malas tierras reflexionaba sobre una cuestión capital en el cine de Ray: la de una juventud sin rumbo que, falta de palabras o metas, apela a una violencia más autodestructiva que destructora. La película de Malick incluía, asimismo, algún guiño a Ray, que debió de alagar su maltrecho ego: el protagonista, Kit (Martin Sheen), emula los modos de James Dean en Rebelde sin causa. Esto no significa que Malick practicase un cine cinéfilo a la manera de Steven Spielberg u otros compañeros de generación. El homenaje está legitimado por el tiempo de la acción: Malas tierras se desarrolla a principios de los 60 y aún humea la pira funeraria donde ha ardido el cadáver exquisito de Dean; Kit era un hijo de su época. Con la bendición del Maestro, Terrence Malick podía entrar a saco y comerse Hollywood, pero lo que ha hecho en estos casi cuarenta años ha sido evitar que Hollywood se lo coma a él.

Malas tierras, hermosa incursión en la América profunda, ilustra la desquiciada y sangrienta huida de dos jóvenes (Martin Sheen y Sissy Spacek) dispuestos a llevarse por delante a quien se interponga en su camino. La propuesta tuvo una continuación natural en Días del cielo (1978), el siguiente trabajo de Malick, historia de otra pareja (Richard Gere y Brooke Adams) que tampoco consiente que le pongan diques a su voluntad: Bill y Abby se hacen pasar por hermanos para conseguir trabajo juntos pero, aunque ella acepte casarse con un terrateniente para mejorar su suerte, el amor del uno por el otro estará siempre por encima de cualquier barrera legal o moral. De esta película se recuerda con congoja la fotografía de Néstor Almendros. El director lanzó un órdago inesperado al español: quería una iluminación natural y rodar buena parte del film en la llamada hora mágica, esa franja previa a la caída de la noche que deposita una luz dorada sobre el mundo (una elección peliaguda, pues limitaba el tiempo de rodaje a unas pocas horas diarias). La película es de una belleza majestuosa. La naturaleza, omnipresente en la obra de Malick, alcanza una altura poética digna de Walt Whitman, mientras el relato se afila en la piedra realista de Ernst Hemingway o John Steinbeck.

A pesar de los muchos premios y nominaciones, ni Malas tierras ni Días del cielo funcionaron en taquilla y si entre su primer y segundo largometraje pasaron cinco años, Terrence Malick tuvo que esperar veinte para hacer realidad el tercero. En esas dos décadas, no estuvo cruzado de brazos, sino con los brazos atados a la espalda. De hecho, tuvo que ganarse la vida impartiendo clases de Literatura en Francia, en donde fijó su residencia durante un tiempo. En este período, se interesó o embarcó en proyectos de diversa índole, varios de los cuales se quedaron en simples tratamientos de guión. Malick especuló con la posibilidad de llevar a la pantalla la historia de Joseph Merrick, finalmente realizada por David Lynch en El hombre elefante (1980); escribió, asimismo, un libreto sobre el músico Jerry Lee Lewis, desestimado tras estrenarse un proyecto afín: Gran bola de fuego (1989); también persiguió el fantasma esquivo del Che Guevara, a quien había entrevistado en su juventud, para un biopic que nunca cuajó (Años después, Benicio del Toro puso en sus manos el díptico sobre el guerrillero argentino, pero el cineasta se desvinculó de la empresa a poco de ponerse en marcha).

Hubo un momento en que su regreso tras las cámaras parecía harto improbable pero, hete aquí, el cineasta regresó en olor de multitudes gracias a La delgada línea roja (1998), una extraordinaria reconstrucción de la batalla de Guadalcanal que se benefició del interés que la II Guerra Mundial había despertado en la industria tras el éxito de Salvar al soldado Ryan. En esta película, Oso de Oro en el Festival de Berlín, se rehúyen las convenciones del cine bélico para enfrentar la civilización moderna (los ejércitos en liza) a la civilización indígena de la isla (en feliz comunión con la naturaleza) en una especie de parábola bíblica a propósito de la destrucción de los últimos paraísos sobre la Tierra. Éste también es el tema de su cuarto trabajo, El nuevo mundo (2005), una inesperada revisión de la leyenda de Pocahontas. El descubrimiento y conquista de América se cuenta en clave de violación: el soldado John Smith (Colin Farrell), que representa a los colonos británicos, desembarca en el nuevo continente a principios del siglo XVII y conoce a una princesa india (Q'Orianka Kilcher), símbolo de esas tierras vírgenes. Smith se enamora, la seduce y al final la abandona para seguir su empresa exploradora, refrendando la definitiva expulsión del hombre occidental del edén primigenio.

A estas alturas, Malick nos tiene tan acostumbrados a salir por donde menos se le espera que El árbol de la vida, Palma de Oro en el último Festival de Cannes, es sólo una sorpresa a medias. La película recupera uno de los proyectos frustrados durante el parón de 1978-1998 y supone una vuelta a la época de Malas tierras, la América más tradicional y tenebrosa en los idílicos años 50, los de su infancia y juventud. El árbol de la vida es una emocionante (poética, impresionista, sinfónica) reflexión sobre el despertar al mundo de unos niños a partir de la evocación que despierta en un hombre, Jack (Sean Penn), el recuerdo de un hermano muerto. El cineasta arremete con no poca virulencia contra un tótem de la cultura estadounidense, la familia, y vuelve a meter el dedo en la llaga en otro mito fundamental, la violencia. La película podría verse como una especie de Divina Comedia de nuestros días; Terrence Malick, a la manera de Virgilio, nos guía a través de modernas representaciones del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Malick soslaya la tentación de pontificar, pero no le ahorra al espectador la zozobra derivada del rechazo de toda convención narrativa. A cambio, El árbol de la vida ofrece una experiencia visual de primer orden.

Contra todo pronóstico, no habrá que esperar otros siete u ocho años para una nueva película suya. Malick tiene en fase de post-producción un drama romántico protagonizado por Ben Affleck, Rachel McAdams y nuestro Javier Bardem, cuyo estreno está previsto para principios del año próximo. A quienes piensen que seis largometrajes en cuatro décadas es un balance parco les respondería que lo importante es la calidad, no la cantidad. E importante es, asimismo, el ejemplo de Terrence Malick. Hablamos de un outsider: no concede entrevistas, no colabora en la promoción de las películas, las hace según sabe y puede, con total libertad, al margen de las imposiciones de la taquilla. Su obra es como el romper de olas contra un acantilado, sirva esto como metáfora del Hollywood mainstream. Ese oleaje apenas araña la roca, de acuerdo, pero ¡qué espectáculo tan hermoso!

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