Fila siete

El Goya inesperado

Dirán los lectores que ya es tarde para escribir sobre los premios Goya, pero nunca lo es para algo cuya trascendencia va más allá de la inmediatez de unos galardones que pueden ser mejor o peor aceptados, justos o injustos. No vamos a discutir ese asunto pero sí referirnos al primero de los premios, que en realidad fueron tres: la mejor película, el mejor director y el mejor actor revelación (por eso ahora se reestrena apresuradamente), La soledad (2007), para la gran mayoría inesperado. No tanto para quienes entre las películas nominadas la considerábamos la mejor. Algunos dicen que la Academia fue muy valiente al apoyar un tipo de cine que, siendo de una gran calidad, sigue teniéndoselas que ver con un público que no sólo es remiso a entrar en cierto tipo de películas sino que ha desertado de todo cuanto sea cine español.

El propio director, Jaime Rosales, que ya nos había sorprendido gratamente con su primera obra, Las horas del día (2003), reconocía ese rasgo de los miembros de la Academia, que podría interpretarse como un ejemplo a seguir frente a esa competencia atroz que nuestro cine mantiene con las producciones que nos llegan de Estados Unidos generalmente, lo que impide que algunas de las mejores realizaciones españolas encuentren salas suficientes para poder proyectarse en iguales condiciones que las procedentes de Hollywood. Es el caso de La soledad, que estrenada el pasado mes de junio, no fue vista por más de cuarenta mil espectadores, a pesar de que todas las críticas le fueron ampliamente favorables. Sólo esto pudo permitir que la publicidad del boca a boca, atrajera a más espectadores a las salas, aunque nunca tantos como los que merecía. La soledad, una acertada visión sobre la pérdida de la esperanza y la orfandad del ser humano, es un excelente ejemplo del cine de autor, particularmente reconocido por aquellos que saben valorar la obra personal de un director como Jaime Rosales situado en esa órbita de los creadores cuyas propuestas cinematográficas pueden considerarse "más radicales en su lenguaje, pero con una emoción muy fácil de conectar", como el mismo ha dicho. Según él: "Hay que contar lo que ocurre en este momento en nuestra civilización. Hay que poner el talento al servicio de los problemas de nuestro tiempo". Añadía, con mucha razón que "Los productos sensibles estimulan la inteligencia y los zafios la estupidez".

En una gala donde en función de una presunta diversión, a veces estrafalaria y soez, en la que algunos no dudan en aprovecharse de las circunstancias para mostrar sus fobias personales, y propenden al ridículo más impresentable con interminables dedicatorias de sus premios, La soledad, es una mirada a una perspectiva más coherente con lo que debe ser un cine de mayor entidad. Cuando todos tenían apostaban por El orfanato, que bastante ha tenido ya con su éxito taquillero, los premios a la película de Jaime Rosales, ponen un punto de reflexión en estos empeños más modestos de producción pero más elevados en su consideración estética. Algo que, con una audiencia de más elevados conceptos, podría frenar el influjo de esa poderosa maquinaria publicitaria de las grandes superproducciones norteamericanas agigantadas por la alienante inducción de los efectos especiales y otros alardes gratuitos.

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