
Notas al Margen
David Fernández
Andalucía tiene que gobernar su futuro
¡Oh, Fabio!
Entre muchos otros, Juan Carlos I tuvo dos aciertos: impedir la creación de un partido monárquico y dar una educada larga cambiada a la Diputación de la Grandeza cuando se le ofreció para formar corte al viejo estilo palaciego. El Rey emérito quiso evitar los antiguos errores de su abuelo Alfonso XIII, un monarca demasiado aristocratizante que no supo comprender el nacimiento de la sociedad de masas y el fin de la vieja política canovista. Ya sabemos cómo acabó aquello, con el Rey huyendo por la puerta secreta del Palacio de Oriente, la que da a los Jardines del Moro, y Miguel Maura aporreando el portalón del Ministerio de Gobernación y gritando acongojado aquello de: "¡Señores, paso al Gobierno de la República!".
Juan Carlos I evitó que hubiese monárquicos (condición que quedó como simple pedigrí para exhibir en algunos salones), con lo que logró que tampoco existiesen apenas republicanos. Adiós a una vieja disputa que marcó parte de los siglos XIX y XX. Sin embargo, las cosas cambiaron en los últimos años de su reinado y la institución monárquica entró en crisis debido, en gran parte, a sus propios errores y a algunas borbonadas por todos conocidas. El republicanismo abandonó las catacumbas para volver con fuerza al debate social y político y, tanto en la complicada abdicación de Juan Carlos I, como en los episodios más críticos del golpe catalán, hubo conspiradores que acariciaron por un momento la idea de un regreso de la tricolor a los balcones oficiales. Demasiado soñar. Los deslices del Monarca no han podido borrar los inmensos logros de uno de los reinados más prósperos de nuestra historia.
Dicen los republicanos que es una contradicción que la más alta representación de un Estado democrático se alcance por un privilegio de sangre y no por los sufragios de los ciudadanos. El argumento es impecable, como los de San Agustín para demostrar la Santísima Trinidad, pero la Historia nos ha enseñado que en política más vale lo testado por la costumbre y la realidad que todas las frías gotas de verdad abstracta producidas por las neuronas de los ideólogos. El simple análisis de las últimas décadas de España nos enseña que, con la monarquía constitucional, España ha disfrutado, al fin, de unas cuotas razonables de libertad y prosperidad. Ahora, con Felipe VI, que mañana cumple cincuenta años, la Corona ha vuelto a reverdecer y a demostrar que, hoy por hoy, es la mejor garantía de la cohesión y permanencia de un país de contrastadas tendencias suicidas. Sirvan estas líneas de pública felicitación.
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