Huelva y la II Guerra Mundial

1266 almas. La historia rescata del olvido a los onubenses de la División Azul

Cementerio de Podberesja. Invierno 1941-1942. Frente del Volchow.

Cementerio de Podberesja. Invierno 1941-1942. Frente del Volchow.

Le gustaba cantar La Parrala porque lo hacía sentirse más cerca de casa. Y allí, en medio del infierno helado de Krasny Bor, sentirse en casa, la esperanza de regresar, era reconfortante. Cantaban para espantar el miedo, claro, aunque también les ayudaba a aliviar el frío. Ojos verdes, Lilí Marlen, La bien pagá, Cara al Sol… Pero a Padilla la que le gustaba era La Parrala, porque le recordaba a Huelva: "La Parrala dicen que era de Moguer…" arrancaba alguno, canturreando como el que no quería la cosa, y los demás le seguían, primero en un tímido murmullo, casi melancólico, y luego a toda garganta, como un desafinado coro de voces roncas que retumbaban en la trinchera: "Qué sí, que sí, que no, que no. Que a La Parrala le gusta el vino…". Cantaban hasta que los disparos de los rusos o el siseo que avisaba de un morterazo los ponían otra vez alerta. Entonces se hacía el silencio y, si al final no iba con ellos, al momento seguían por donde lo habían dejado: "Que sí, que sí, que sí, que sí, que si no bebe no pue’ cantar. Que no, que no, que no, que no. Que solo bebe para olvidar…". Para eso cantaban, para olvidar. Quien diga que no se pasa miedo en la guerra es un mentiroso. O un inconsciente, una de dos.

Divisionarios españoles bien pertrechados aguardan en la trinchera el asalto enemigo / ARCHIVO COPEIRO Divisionarios españoles bien pertrechados aguardan en la trinchera el asalto enemigo / ARCHIVO COPEIRO

Divisionarios españoles bien pertrechados aguardan en la trinchera el asalto enemigo / ARCHIVO COPEIRO

A los rusos les gustaba meter miedo. Llegaban desde el interior del bosque, corriendo y vociferando como animales salvajes, protegidos por sus tanques y disparándoles con todo. Verlos venir le producía un sudor frío, áspero, que le bajaba desde la nuca y le recorría todo el cuerpo. Era terrorífico, y lo peor es que no podías salir corriendo, que es lo que te pedía el cuerpo, porque si lo hacías te pegaban un tiro los propios compañeros, aunque había veces en que eso no parecía tan malo, y si no que se lo dijeran al muchacho aquel de Málaga, que se quitó de en medio. Estaba metido en un pozo de tirador y, cuando los vio llegar, miró a un lado y a otro, sacó una bomba de palo, tiró de la cuerda, la dejó caer a sus pies y… bum, a volar en pedazos. No lo soportó. No era fácil soportarlo, pero Padilla tenía muy claro que quería salir vivo de allí. Había sido siempre un superviviente. Esquivó la guerra como pudo, haciéndose pasar por nacional o por rojo a conveniencia, y después se buscó la vida en el ejército durante unos años, hasta que lo largaron. Cuando volvió a La Palma y se encontró con el desolador panorama que estaba dejando el hambre, no dudó ni un momento en alistarse a la División Azul y marcharse a Rusia. Solo en el viaje de Huelva a Logroño ya había comido más que en el último mes y medio, así que la cosa prometía. Luego, claro, llegó la realidad.

En el frente de Volchow, su primer destino, comían a base de latas, pero mucho peor fue lo de Seba Galán, que combatió en el lago Ilmen y les daban de comer una pastilla al día, que encima los mantenía despiertos. Había ingresado en la compañía de esquiadores, y eso que no había visto la nieve en su vida. Su misión era atravesar el lago para romper el cerco que tenía aislada a la guarnición alemana, pero no fue fácil. Hacía tanto frío que el pipí se les congelaba al caer al suelo, contaba, y a poco que se descuidaran se les congelaban la nariz y las orejas. De los 206 hombres de la compañía solo doce salieron ilesos. El resto de los vivos acabaron mutilados (Soli, que era paisano, de La Dehesa de Riotinto, perdió el pie), y los demás habían muerto a tiros o congelados. Allí no había mucha parafernalia con los muertos: si no los quemaban, les procuraban un trozo de tierra en algún descampado, aunque nunca faltaba una cruz de madera.

Obús ligero de campaña, calibre de 105 mm. Frente de Leningrado. Obús ligero de campaña, calibre de 105 mm. Frente de Leningrado.

Obús ligero de campaña, calibre de 105 mm. Frente de Leningrado.

Con los heridos era otra cosa. Los alemanes los trataban muy bien, casi como héroes, y contaban con buenos médicos y buenos hospitales. Un lujo, vamos, comparado con lo que había en España, así que si uno tenía que perder un ojo, una oreja, un brazo o una pierna (como Zabala, que se la voló una mina), mejor que fuera con los alemanes. De minas -de las de los mineros y también de las otras- sabía mucho Aramburu, que había dejado a medias sus estudios de ingeniero para irse al ejército, combatió en la guerra con los nacionales y acabó de voluntario en Rusia, en la compañía de zapadores, colocando bombas propias y desactivando las ajenas. Los llamaban los topos, porque dormían de día y trabajaban de noche. Además de un frío terrible, pasaban mucho miedo porque los detonadores se congelaban y más de uno acabó destrozado tratando de desconectarlos. Aramburu era un tipo listo. De buena familia, militar de carrera, capitán, y aunque había nacido en el Paseo del Chocolate de Huelva capital, se fue muy jovencito a La Torerera de Calañas.

Muchos compañeros habían llegado al frente desde los pueblos mineros. Manolo Rivera, Pepe Páez, Virgilio, Santi Pérez, el pobre Soli... Ninguno era especialmente amigo de los alemanes ni enemigo de los rojos, pero la División Azul les daban de comer. Juan Pérez, por ejemplo, que era de Santa Bárbara. Les contó a los alemanes que se había alistado para luchar contra los comunistas, pero todos sabían que en realidad lo había hecho por salvarle la casa a la madre, que a punto habían estado de embargársela. Lo pillaron en Cabezas Rubias llevando un burro que iba cargado hasta las trancas de azúcar y le pusieron una multa por contrabando. Juan era huérfano de padre, que se lo habían matado en la Guerra, así que lo único que entraba en casa era lo que sacaba del estraperlo. Una tarde, después de traerse café, harina y garbanzos de Portugal, se paró a tomar un aguardiente (o a lo mejor fueran unos cuantos) y decidió alistarse, con la esperanza de conseguir el dinero de la multa y evitar el embargo. Se lo había contado una noche haciendo guardia en Possad. Estaban a 30 bajo cero y las lágrimas se le congelaban antes de caerse, pero aún así todos sabían que lloraba, y también que no estaba allí por Franco, ni por Hitler ni por Stalin ni por el sunsuncorda. Juan se estaba jugando la vida en Rusia por su madre.

Krasny Bor

Padilla recordaba todo aquello porque sabía que aquel iba a ser un día complicado. Lo intuía por la niebla, que nunca trae nada bueno, pero sobre todo por el silencio. No hay nada más peligroso que un enemigo callado, y a los rusos no se les oía ni chistar esa mañana. El viento helado empujaba con fuerza los copos de nieve, que caían tímidamente pero le golpeaban la cara como si fueran metralla. Se habían jugado el turno a las cartas, y uno era hombre de palabra, así que allí estaba, aguantando como un campeón. Se calentba como podía, restregándose las manos por la cara y el cuerpo y dando pequeños tragos a una cantimplora llena de coñac, aunque cada sorbo le quemaba los labios, agrietados y resecos por el frío

Amanecía y la niebla empezaba a disiparse. Fue entonces cuando los vio, apareciéndose poco a poco, como fantasmas venidos del más allá. Escoltados por unas quinientas piezas de artillería, doscientos carros de combate y decenas de lanzacohetes, miles de rusos se dirigían hacia ellos despacio, pero resueltos a destrozarlos. La artillería de la División Azul empezó a tirarles, pero los rusos ni se inmutaron hasta que, justo a las 6 y media, empezaron a vomitar fuego en un despliegue impresionante de fuerza que los machacó en poco más de dos horas. A las 8 y media ya solo quedaba allí la nieve, negra de pólvora, barro y sangre, cubriendo las trincheras vacías.

La batalla de Krasny Bor borró del mapa a 3.000 españoles, una gran parte de la División Azul. No fue una derrota (la férrea defensa de los pocos divisionarios que quedaban provocó finalmente la retirada soviética) pero sí una masacre, y también marcó el principio del fin: solo unos meses después, en el verano de 1943, Franco ordenó la retirada de las tropas españolas y se inició un proceso de ocultamiento por parte del régimen, apuntalado tras la derrota alemana, que ha permanecido a lo largo de los años a pesar de que no pocos historiadores han seguido investigando sobre la División Azul, una de las unidades militares más populares de cuantas participaron en la II Guerra Mundial.

Portada del tomo 1 del libro 'De Huelva a Krasny Bor con la División Azul', de Jesús Copeiro. Portada del tomo 1 del libro 'De Huelva a Krasny Bor con la División Azul', de Jesús Copeiro.

Portada del tomo 1 del libro 'De Huelva a Krasny Bor con la División Azul', de Jesús Copeiro.

Uno de ellos es el ingeniero e investigador Jesús Ramírez Copeiro, que acaba de publicar una obra enciclopédica (De Huelva a Krasny Bor con la División Azul, de la editorial Niebla) en la que recoge los testimonios de 160 de los 1.266 onubenses que se alistaron para el frente ruso, además de una gigantesca cantidad de datos y fotografías que ha recopilado a lo largo de nada menos que siete años de investigación, primero buscando a los divisionarios onubenses que aún vivían -Copeiro ha recorrido todos los municipios de la provincia, al menos en dos ocasiones, en busca de nombres, apodos, amigos y familiares-, después entrevistándolos y, por último, consultando sus expedientes en el Archivo General Militar de Ávila. El resultado: dos tomos que lo recogen todo sobre la División Azul, que al fin y al cabo “es parte de nuestra historia local y provincial”, un tema que “faltaba tratar en profundidad en la historiografía onubense”, dice el autor de Espías y Neutrales.

No ha sido fácil, claro. El de la División Azul ha sido siempre un asunto escabroso. Eso de ayudar a los nazis nunca ha tenido buena prensa, aunque la realidad dice otra cosa muy distinta sobre si ese era el auténtico motivo de los divisionarios para ir a la guerra: “Las razones existentes para el alistamiento fueron muy variadas”, explica Copeiro, “unos principalmente por un sentimiento anticomunista (querían devolver a los rusos la visita que hicieron durante la Guerra Civil); los más jóvenes, por el ansia de aventuras, otros para progresar en la carrera militar… y también ante la falta de trabajo, la pobreza y el hambre” e incluso para desertar al campo enemigo. Lo que está claro es que “en absoluto eran nazis”. De hecho, que hubiera casi 1.300 divisionarios onubenses es, estadísticamente, una anomalía: “Hay que recordar que al finalizar la guerra civil la situación en la provincia de Huelva era catastrófica: el trabajo escaseaba, el paro era galopante y el hambre entraba en las casas. Todo era paro y miseria”.

Así que la División Azul “fue una tabla de salvación a la que poder asirse” en tiempos duros, aunque a muchos de ellos terminara costándoles la vida: 139 onubenses, más del 10% del total de los alistados, murieron en el frente o a consecuencia de las heridas de la guerra. A la mayoría de los que sobrevivieron se los tragó el olvido, y solo unos pocos han podido contar su historia en De Huelva a Krasny Bor. De esas conversaciones, Copeiro descubrió cómo algunos “todavía seguían luchando durante las noches con sus miedos y fantasmas”, sus pesadillas, “intentando olvidar sus trágicas experiencias viendo el rostro de la muerte, recordando la agonía de un camarada, soportando las mutilaciones o el desarraigo a su regreso para aquellos que pasaron tantos años en cautiverio”.

Del trato con los divisionarios, confiesa el autor, “surge mi admiración personal y mi respeto” hacia ellos. Es verdad que alguno, cuenta, le cerró la puerta en las narices, y hubo otros que ni siquiera querían volver a recordar todo aquello, pero muchos le abrieron su corazón (y el resultado se nota en el libro) aún a costa de su dolor personal. Dorita Castillo, la única enfermera onubense que fue con la División Azul a Rusia, guardaba todos sus recuerdos de aquellos días en una caja de madera que no había vuelto a abrir desde que regresó. Con Copeiro destapó una etapa de su vida que no había escondido, pero sí había callado. Tras su fallecimiento, la familia se la entregó al investigador, que ahora la guarda como un tesoro: “no se merecen el olvido”, confiesa Copeiro.

Y es que, si los divisionarios de Huelva pagaron “un alto precio en sangre” en el frente ruso, casi peor fue después, de vuelta a casa, cuando a los supervivientes solo les quedó el silencio. El recuerdo solitario y triste, avivado solo en alguna noche de viento frío o, quizás, en una tarde de televisión, viendo en Juan y Medio a una muchacha que canta -ya nadie lo hace como la Piquer- aquello de:

¿Quién me compra este misterio? / Adivina adivinanza / ¿Por quién llora, por quién bebe? / ¿Por quién sufre la Parrala?

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