Un bocata de zurrapa

Historias del Nuevo Mundo con sabor a Huelva

Los libros no le privaban de comer y, para afrontar la jornada, a Pedro le gustaba -aquí introduzco la inventiva- un buen bocadillo untado de zurrapa de lomo.

"Sarao en un jardín", biombo de madera pintado al óleo, siglo XVIII. Museo Nacional de Historia de México, Castillo de Chapultepec.
"Sarao en un jardín", biombo de madera pintado al óleo, siglo XVIII. Museo Nacional de Historia de México, Castillo de Chapultepec.
Antonio Sánchez De Mora

13 de febrero 2022 - 05:00

Una mañana de tantas, cuando el frío invernal se resistía a abandonar la sierra de Huelva, correteaba por las calles de Cortegana un chaval de futuro prometedor. Rondaba el año 1720. Pedro, que así se llamaba el muchacho, pertenecía a una familia noble, lo que le garantizaba una situación acomodada, aunque sus padres no consentían que fuera un holgazán. Por eso habían decidido que siguiera la carrera eclesiástica, quizás más por formarle intelectualmente que por imbuirle un afán evangelizador, aunque en la familia circulaban las aventuras de su pariente fray Alonso, apóstol de los apaches. No podían imaginar que, años después, aquel misionero moriría a manos de los comanches mientras su primo seguía un camino mucho más lucrativo.

Los libros no le privaban de comer y, para afrontar la jornada, a Pedro le gustaba —aquí introduzco la inventiva— un buen bocadillo untado de zurrapa de lomo. Esa que se obtiene a partir de la extracción de la manteca de cerdo ibérico y que, llegado el momento, deja un poso de carne en el fondo de la cazuela. Naturalmente, siempre se le puede añadir más carne, de modo que al final su elaboración consista en cocinar a fuego lento la carne y la manteca, aderezadas con ajos, orégano, sal, pimienta, laurel y, en ocasiones, vinagre y vino blanco. Concluido el proceso y cocinada la carne, basta con desmenuzarla, mezclar bien la pasta e introducirla en tarros, que se racionarán a lo largo del año. Pedro conocía el proceso o, más bien, conocía lo que sucedía tras la matanza de los cerdos, pues en las fincas de la familia se criaban algunas piaras y, a resultas de su sacrificio, se elaboraban todo tipo de manjares, desde los selectos jamones, hasta los embutidos, la manteca y su zurrapa. Había degustado incluso el guiso tradicional que sumaba la asadura, alguna costilla y la carne que no se fuera a aprovechar de otra forma, aunque al niño le gustaba el olor y el sabor de la zurrapa de lomo; con o sin pimentón, porque la manteca “colorá” también le apasionaba. Hacía ya más de un siglo que las cocinas onubenses y, en particular, las serranas, habían incorporado la pasta de los chiles americanos en algunas de sus elaboraciones.

El muchacho creció y se hizo un hombre y, con veintidós años, abandonó su Cortegana natal con destino al Nuevo Mundo. Su tío Juan, prominente empresario de la ciudad de Querétaro, en el reino de la Nueva España, le había reclamado para ayudarle en sus negocios y, de hecho, Pedro demostró su habilidad al reflotarlos. Afincado ya en Querétaro, accedió a varios puestos municipales y, desde su posición privilegiada, supo invertir la fortuna familiar en minas y haciendas, enriqueciéndose aún más. Aunque gobernó sus propiedades con mano firme, lo que le ocasionó más de un desencuentro con sus trabajadores, no se olvidó de los necesitados y financió obras pías y hasta el “monte de piedad” mexicano. Su fama creció a ambos lados del Atlántico y Carlos III, en reconocimiento, le concedió varios títulos nobiliarios. Don Pedro, agradecido, le regaló todo un buque de guerra; así era él.

Emprendedor y generoso, adalid de la sociedad criolla, ¿quedaba algo de aquel muchacho que disfrutaba su bocata de zurrapa de lomo en los escalones de la iglesia parroquial de Cortegana? Este prócer novohispano bien pudo agenciárselas para organizar en sus haciendas sus propias matanzas y hacerse con buena manteca, aunque tampoco era cosa complicada.

La herencia hispana ha dejado un legado gastronómico en México y en tiempos de don Pedro hacía ya dos siglos que se criaban cerdos y se comía su carne. Tan ibéricos como los nuestros, porque de nuestra Sierra Morena marcharon hacia allá. El propio Hernán Cortés sacrificó algunos al poco de su llegada y, con los años, se impusieron las tradiciones culinarias de la Península. Por eso hoy son muy apreciados los tacos de “carnitas” mexicanas. Al igual que en nuestras matanzas, se le da un uso a la carne sobrante y, aplicando la técnica de nuestra zurrapa, se cocinan junto a su propia manteca, aderezadas con ajo, laurel, pimienta y sal, más algún que otro condimento, según las zonas. Las michoacanas, por ejemplo, incluyen zumo de naranja. Ahora bien, en vez de deshilachar la carne y conservarla en su manteca, las “carnitas” son los trozos menudos ya cocinados o, más bien, confitados, pues se doran a fuego lento y con mucha paciencia. Surge la duda, empero, de si en tiempos de don Pedro acompañaban a una hogaza o bollo de pan o si, al modo criollo, servían para rellenar unos tacos de harina de maíz ¿Probó don Pedro un taco de “carnitas” o insistió en que se le apartasen unos tarros de manteca de zurrapa?

Hoy en día, en las calles de Querétaro son famosas las “carnitas”, degustadas en tacos o en tortas. Echémosle su chile en vinagre, su “pico de gallo”, su salsa roja o su limón, pero no pidamos zurrapa, porque eso es ya genuino andaluz. Ahora bien, nunca podrá negarse la estrecha conexión entre nuestra zurrapa y sus “carnitas”, como tampoco la historia compartida entre Cortegana y Querétaro, que tuvo como principal protagonista a don Pedro Romero de Terreros, primer conde de Regla.

PRÓXIMA ENTREGA: El bacalao con tomate de “la Bachicha”.

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