Crónicas de otra Huelva

Sueño o realidad en la Plaza de las Monjas de Huelva

La Plaza de las Monjas de Huelva en una imagen de archivo.

La Plaza de las Monjas de Huelva en una imagen de archivo. / H. I.

Ayer he visto a Pérez. Esto no tiene nada de particular porque le veo casi todos los días. Pero es que hoy lo he visto en circunstancias extraordinarias.

¿Qué quién es Pérez? Pues Pérez es, lector, un irreconciliable enemigo mío. Yo tengo muchos enemigos, ¡desgraciado del que no los tiene! Pero ninguno como Pérez. Me consta que me odia ferozmente, que le soy antipático. ¡Me ha dado tantas pruebas…!

Pérez y yo no nos hemos saludado nunca, pero por un fenómeno no poco corriente en la vida provinciana, hemos hablado sin querer muchas veces. Hemos coincidido en la peluquería, en la tertulia del Casino, en las sesiones del Ayuntamiento (yo como reportero y él como concejal), y en eso es en lo único que ha sido posible la coincidencia porque en lo demás, él y yo no hemos logrado ponernos de acuerdo nunca. Donde yo digo blanco, él pone negro, donde yo veo tiranía él avizora exceso de libertades, donde yo atisbo arte, él solo encuentra plebeyez y mal gusto. Si se habla del tiempo y yo me permito aventurar que la temperatura es calurosa, Pérez sale del Casino a cuerpo porque no ha llevado el abrigo, pero subiéndose el cuello de la americana, frotándose las manos y asegurando que el frío es espantoso. Por no coincidir, ni nuestros relojes tuvieron jamás la misma hora. Bien que este síntoma no es muy patognomónico porque algo parecido ocurre casi siempre con los relojes de los más íntimos.

Diario de Huelva, 3 de septiembre de 1930. Diario de Huelva, 3 de septiembre de 1930.

Diario de Huelva, 3 de septiembre de 1930. / M. G.

No extrañará, pues, que Pérez y yo pasemos al lado y ni nos saludemos siquiera. Así es. Cuando Pérez cruza conmigo, o vuelve la vista, o me dirige una mirada exterminadora.

Por eso ayer mi asombro no ha tenido parejo. Me ha saludado Pérez. ¿Qué cómo? Pues bien sencillo. Cruzaba yo al filo de las siete de la tarde la Plaza de las Monjas en busca del cocido y de pronto un automóvil pasó raudo ante mí. En él iba Pérez, pero no el Pérez de otras veces, sino un Pérez nuevo, desconocido, efusivamente simpático. La sonrisa asomó a su semblante, me miró como dispensándome protección, se quitó después el sombrero y lo agitó saludándome. ¿Era posible? Me quedé anonadado, frito. Sentí el preludio del mareo, creí soñar… Pero no: estaban allí las farolas, los kioscos, los leones del Correo y hasta Perico Garrido, de tertulia política a la puerta de su farmacia para convencerme de que no estaba en Babia. Busqué con la mirada el coche de Pérez que tomaba en aquél momento la curva y vi que aún seguía agitando su sombrero y sonriendo. Hube de entregarme a la realidad; Pérez me saludaba con una efusión para mí insospechada. No le creía capaz de ella, lo confieso. Estuve largo tiempo sin explicarme el raro fenómeno. Era muy brusco el tránsito afectivo de Pérez…

Al fin di con la solución del enigma. No había duda, Pérez me saludó porque iba en automóvil. Y ya en posesión de este secreto comencé a divagar sobre cómo cambia el hombre cuando va en automóvil. Sea por vanidad, para que le veamos, o bien por la euforia que produce este medio de traslación, lo cierto es que los saludos, las actitudes de los que en automóvil van, parecen poseídos de un sano optimismo del que quieren contagiar a los infelices peatones.

Pero ahora me doy cuenta de que divago. No. La explicación del saludo de Pérez no es esa. El saludo de Pérez fue morboso como todas sus cosas para conmigo. Pérez me saludó para hacerme patente mi inferioridad únicamente y estoy seguro que dijo para sus adentros: Rabia, que yo tengo ya automóvil y tú irás siempre a pie. Y lo peor es que sospecho que Pérez va a tener razón...

BLANQUI-AZUL

Diario de Huelva, 3 de septiembre de 1930

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