Crónicas de otra Huelva

Motivos del cementerio de San Sebastián

Entrada del antiguo cementerio de San Sebastián, en Huelva, desde el interior.

Entrada del antiguo cementerio de San Sebastián, en Huelva, desde el interior.

LO primero que se percibe al llegar a un cementerio son los cipreses. Alineados, hieráticos, rígidos, como negras lanzas que fuesen a clavarse en el cielo, a rasgar la inmensa túnica azul. ¿Os habéis fijado en los cipreses del cementerio de San Sebastián, en los cipreses de todos los cementerios? Tienen una tristeza especial, una tristeza desolada, una tristeza lúgubre de liturgia primitiva.

Yo no sé por qué están tristes los cipreses del cementerio. Tal vez sea que se consideran deudos de los muertos. Tal vez sea por las muchas elegías que les cantaron los poetas decadentes, que amaban los cementerios y las ruinas y los escogían como escenarios de las elegías fúnebres, de sus elegías de aromas de ultratumba. ¿Será por eso que están tan tristes los cipreses del cementerio? Desde lejos, al llegar a una ciudad, conocerás siempre el cementerio por la tristeza de sus cipreses.

Diríase que los cipreses rezan maitines, rezan letanías, rezan unos salmos divinos por las almas que duermen bajo las sombras. Diríase que estos cipreses que a la entrada de los cementerios forman en dos filas, como para rendir honores a los muertos, son los frailes del convento de la Muerte, son los cenobitas que buscan la soledad más allá de la vida, son los filósofos que buscan una verdad que los vivos no conocen, y por eso esperan en las veredas del cementerio para preguntárselo a los muertos... Y como los muertos permanecen mudos, los cipreses esperando hieráticos, y rezan maitines muy tristes porque los entristecieron con sus elegías los poetas decadentes que también entristecieron el Arte…

Un ángel

A la entrada de la Necrópolis de San Sebastián se alza un ángel blanco, un ángel grande, con las alas en disposición de romper el vuelo que adoptan todos los ángeles del cementerio. Todos parecen tener las mismas alas. Y a veces son las alas lo único que tienen de ángeles. Este ángel, más alto que los otros ángeles sus compañeros, parece que vela a un muerto más grande, a un muerto que en la tumba conserva su primacía, a un muerto ilustre. Este ángel, que encontraréis en todos los cementerios, parece el jefe de todos los centinelas dispuestos a exigir el billete para visitar la tierra de los muertos, el museo de los muertos, la exposición otoñal de los muertos. Y entre los muchos ángeles y las muchas cruces, este ángel grande que vela a un muerto ilustre, parece un dictador, el dictador del Cementerio. ¿Qué os parece un dictador entre los muertos?

Los crisantemos

Cuando llega noviembre y surge la figura turbadora de “Don Juan” en las carteleras teatrales florecen los crisantemos. Los crisantemos son las flores de los muertos y de los poetas que pasaron.

Diario de Huelva, 2 de noviembre de 1928. Diario de Huelva, 2 de noviembre de 1928.

Diario de Huelva, 2 de noviembre de 1928.

Yo confieso que tuve en una época una gran admiración por esas flores sin aromas. Ellas no florecen en abril, ni en mayo, ni en septiembre; no florecen para lucir en los banquetes, ni en las bodas, ni en los altares. Se prodigan maravillosamente cuando se acerca la fiesta de los muertos. Entonces se inclinan confidentes sobre las tumbas y vienen perfumados de oraciones en las manos de sus deudos. Y dejan caer sobre ellos sus pétalos sin perfume, como nacidos en aquella tierra santa, abocada con la podre de nuestros pecados…

Las mujeres

Las mujeres gustan más que los hombres de acercarse a los cementerios. Cuando llega noviembre, los cementerios se cubren de flores y de mujeres hermosas. Se animan. Es como si se celebrase la gran exposición de pompas fúnebres. En estos días, el cementerio es un gran mosaico, blanco y negro, como un gran tablero de ajedrez, con figuras blancas y negras. Las figuras blancas están quietas, estáticas, como esperando la mano de un jugador. Las figuras negras, las mujeres con “penas”, con tocas negras que hacen resaltar su blancura, la blancura de sus manos que se despojan de los guantes para encender los cirios, para colocar las flores, para limpiar las lápidas, se mueven inquietas y nerviosas, como si el ajedrecista ensayase una jugada difícil.

Algunas mezclan en la oración las lágrimas y miran intensamente el mármol de sus difuntos. Esas no limpian la lápida, ni encienden cirios ni ponen flores. Esas han puesto su alma sobre la tumba como un holocausto ardiente, como una paloma blanca de purificación. ¡Son las madres!

La tumba donde nadie ora

Yo seguí por la avenida de los cipreses y me aparté del mosaico blanco y negro en que deambulaba la gente, curioseando con curiosidad de feria. Seguí más lejos y encontré unas tumbas, muchas tumbas de tierra arcillosa todavía sin hierba, señaladas con cruces de tabla, con cruces miserables como mendigos. No había flores, no había cirios, no había mujeres rezando sobre aquellas tumbas. Aquellos parecen los barrios pobres del cementerio, los barrios bajos de la ciudad de los muertos. Allí están los indigentes, los que vinieron del hospital.

Diríase que allí están los no perdonados…

Los niños

En el cementerio también hay niños. Niños rubios, morenos, blancos como ángeles. Los niños no visten de luto. Los niños corren sobre las tumbas, deletrean los nombres de los muertos, hacen preguntas ingenuas que hieren el alma de las madres. Para ellos el cementerio es una antesala del cielo. Tal vez les parece el mismo cielo, un cielo suntuoso donde viven los muertos. Y los niños oran a veces al lado de las madres. Después saltan sobre las tumbas y juegan entre los ángeles y las cruces. Los niños son como las flores que la vida lleva también al cementerio para derrotar a la muerte, para vencer a la muerte, para demostrarle el triunfo de la eterna Primavera de la Especie.

El enterrador

El enterrador manipula los huesos, guarda los huesos. Diríase un cultivador de huesos. Él sabe cuál es la tierra más fuerte, más voraz, la que primero produce su cosecha. Él sabe que no da otro fruto a su trabajo que unos cuantos huesos que recogerá después del tiempo, después que la tierra les haya sazonado. Cuando los toma en sus manos filosofa sobre ellos, aunque no ha leído a Hamlet. El enterrador mira con cierta mirada especial a los que visitan el cementerio. Yo he llegado a tener miedo de las miradas del enterrador. Son unas miradas frías, miradas de saurio. Y yo he creído que aquel hombre tenía el pensamiento de manipular mis huesos, de sacarlos así mondos de la tierra. Y todo mi cuerpo tembló ante la fría mirada del enterrador, del cosechero de huesos…

Blanqui-Azul. Diario de Huelva, Día de difuntos, 1928.

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