Historia de las hermandades

El peregrino que divisó la ermita de Alfonso X

  • Se desconoce la identidad de los primeros hombres y mujeres que se postraron ante la Virgen en aquel lugar que fue conocido como la Rocina

La Virgen del Rocío.

La Virgen del Rocío. / Román Calvo

Aquel hombre surcó el camino distinto al que todos los días realizaba, sin más intención que el gusto de contemplar aquel mundo natural que desde niño le habían contado, que había sido un regalo de Dios, quizás aquel paraíso que los humanos buscan desde la inconsciencia de su origen, lo que algunos llaman mito, y no realidad. Quizás fuera uno de esos hombres, que como relatara Machado buscaba el tiempo sin percibir el caminar. O quizás aquel paisaje legendario que escribiera Jorge Manrique, relato de un río diluido en el espacio de un frágil mundo en que vivimos y morimos sin que nadie nos cuente sus causas, la propia esencia del existir.

En su caminar pudo observar como el paisaje agreste castellano, quedaba diludio en el verde espesor  de aquella masa forestal que discurría entre aquellos riachuelos que se entrecruzaban en un verdadero vergel de paz y sosiego, solo interrumpido por los sonidos de aquellos preciosos animales, que en muchos casos se convertían en trofeos de cetrería para diversión de reyes y nobles, muy propios de la corona de Castilla.

Una amplia marisma envolvía aquel entorno, donde se reflejaba la arquitectura divina, aquella que ya surgiera en las páginas del Génesis, el propio mundo creador. Sin saberlo, estaba surcando aquellos caminos del legendario Tartessos, los míticos parajes del Lago Ligustinus, que frecuentaban fenicios, cartagineses y romanos, en busca de metales preciosos, y quien sabe, si solo por contemplar aquel paraíso.

Y al fin, sin aparente cansancio, fijó su mirada a lo lejos,  y percibió uno de esos poblados, originados en tierra de fronteras; hasta ese momento marcada por el olor a sangre y destrucción, que su rey había ido pacificando en los últimos años.

Castilla había tenido suerte, había encontrado al monarca ideal de aquellas tierras convulsas, surcadas de guerras civiles, de luchas nobiliarias y la amenaza constante de una nueva invasión de aquellos predios meridionales, el anhelo que habían tenido aquellos cristianos del Norte, que fueron recuperando para Occidente aquellas tierras pérdidas del reino visigodo de Toledo. Este rey, no de leyenda, llamado Alfonso, hijo de Fernando III, el conquistador de Sevilla, y bisnieto de Alfonso VIII, que había derrotado a los almohades en la mítica batalla de las Navas de Tolosa, levantaría la bandera de la cultura, en la que poetas, narradores de leyendas, astrónomos y naturalistas, convivieran en su corte, en Toledo y en Sevilla.

A lo lejos divisa por fin una ermita, de esas que se situaban en las tierras de pastos en los años de la Mesta y en aquellas encrucijadas de caminos, en la que señores y vasallos, se unían en la oración para dar sentido a su vida y dar gracias a Dios por las buenas cosechas que el campo había dejado para sobrevivir en los inhóspitos inviernos.

Juró que vendría todos los años en peregrinaje a contemplarla para pedirle que le concediera aquella paz del alma. Juró que vendría todos los años en peregrinaje a contemplarla para pedirle que le concediera aquella paz del alma.

Juró que vendría todos los años en peregrinaje a contemplarla para pedirle que le concediera aquella paz del alma.

No sabría decir quién fue su constructor, se veía de líneas simples, poco ornamentadas, muy parecido a aquel caserío de paredes de adobe y techo de pajas, aunque en este caso de piedra y techumbre plana de madera. Aquellas ermitas que el arte románico definió como vehículo transmisor de una cultura occidental que iba marcando los caminos de la modernidad, aunque en los últimos años se había ido introduciendo en la corte del rey  esbozos de la arquitectura ojival, plasmados en la parroquia de Santa Ana de Sevilla.

Una vez traspasada la puerta, contempló ante sus ojos el interior de la ermita emergida del espíritu del monarca, una verdadera planimetría de fe y devoción, que inundaría su alma, solo iluminada por un esbozo de luz que le ayudó a divisar el techo y los muros de sus paredes.

Había visto por los caminos una gran variedad de ermitas, la mayor parte de una sola nave, rectangulares, de cruz latina, incluso cuadrada, utilizando como material el sillarejo, el sillar o la mampostería. Le recordaba la obra de aquellos constructores de raigambre musulmana, los llamados mudéjares, que habían seguido en el territorio una vez conquistado, desarrollando una amplia actividad constructora, como había tenido oportunidad de ver en algunos de los templos de otras ciudades.

El interior de la ermita se apartaba en si misma de aquellos escenarios de las capillas palatinas a modo de martirium, que habían utilizado en algún momento los templos carolingios, y de aquellas grandes construcciones de las iglesias de peregrinaje, en torno a las reliquias de un santo, como había visto en el camino de Santiago.

Su simpleza y su austeridad, estaban más cercanas al rigor cisterciense, que había introducido San Bernardo en sus monasterios. Una interpretación rigurosa de la regla de San Benito, pero que no por ello dejaba de sobrecoger. Una de esas ermitas que el nuevo rey castellano dejaría ilustrada en las preciosas páginas de los códices de las cántigas de Santa María.

Un grupo de personas, siguiendo sus pasos, habían entrado en la ermita, pudiéndose observar entre los reflejos de luz los rostros impregnados de devoción que le había dotado de fe y sosiego. Rezaban en grupos, como aquellos peregrinos que había podido conocer en Santiago, Roma y la propia Jerusalén.

Parece que no buscaban reliquias, ni de Cristo ni de santos, como en tantas ocasiones se había ido divulgando por tierras castellanas. No era un grupo cualquiera, iban esbozados con una capa, y cruzaron la nave con pasos resueltos hasta llegar a un pequeño presbiterio en cuya hornacina estaba situada una excepcional talla mariana.

Nunca había podido contemplar una imagen de tan notable calidad técnica y es que no era una talla cualquiera. Sin ninguna duda, era una de las mejores obras que se habían ido realizando en aquellos años de guerras y conflictos, cuyo culto había impulsado el propio rey.

Las luces del interior dejaban traslucir la silueta de la imagen, no de amplio tamaño, portadora de un Niño, realizada en un estilo realista, que le alejaba de la abstracción de las imágenes románicas, que había conocido en sus peregrinajes por el interior de Castilla. Sin saberlo había descubierto en aquella ermita la semilla de una fe, que abriría con los siglos, la devoción universal mariana más divulgada de toda Europa.

Aquel hombre que había descubierto aquella ermita, aquella Virgen, aquel paraje, juró que vendría todos los años en peregrinaje a contemplarla para pedirle que le concediera aquella paz del alma, que siempre buscó a lo largo de su vida. Sin saberlo iba a ser uno de los primeros peregrinos de aquella devoción mariana, que rompería todo tipo de fronteras.

La ermita que contemplaría aquel peregrino fue levantada por Alfonso X El Sabio, cuyo primer testimonio escrito lo dejaría plasmado su bisnieto, Alfonso XI en el Libro de Montería: “En tierra de Niebla ay una tierra quel dizen las Rocinas et es llana, et es toda sotos, et ay siempre puercos… et señalada imjente, son los meiores sotos de correr cabo vn yglesia que dizen Sancta Maria de las Roçinas et cabo de otra yglesia que dizen Sancta Olalla”.

Alfonso X dejaría como impronta un privilegio real en 1269, configurándose el ámbito administrativo de la Rociana y Almonte. La semilla cuajaría ya en el siglo XVI, concretamente en 1587, cuando Baltasar Tercero Ruíz, un sevillano afincado en Lima (Perú), dejará en su testamento una capellanía, “para que se digan misas por mi anima, y de mi mujer, y de mis padres, y difuntos, y deudos, y almas del purgatorio”.

Antes de que termine el siglo XVI se crea la Hermandad Matriz y en 1653 se nombra a “Nuestra Señora del Rocío” patrona de Almonte. Aquel lugar mágico, en la que moraba la Virgen, quedaría plasmado por primera vez en el mapa de la Península Ibérica, el conocido como el manuscrito del Atlas del Escorial, con la denominación de Rocina. Se había consagrado una historia que llegaría a nuestros días, la de aldea del Rocío donde habita la propia María de Nazaret.

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