La hija eterna | Crítica

Hogg y el duelo fantasma

Tilda Swinton en una imagen del filme de Joanna Hogg.

Tilda Swinton en una imagen del filme de Joanna Hogg.

La hija eterna viene a cerrar la trilogía autobiográfica de la británica Joanna Hogg (Unrelated, Archipelago) que adelantaba y transfiguraba otros episodios de juventud en las dos entregas de The Souvenir que la han consagrado como autora de prestigio.

Lo hace ahora bajo las formas del fantástico y el suspense made in Britain, las de ese gótico victoriano que, entre brumas, sombras y viento, acomoda un relato de fantasmas y filiaciones donde madre e hija se proyectan una sobre otra en una vieja mansión familiar ahora convertida en hotel a donde la segunda, trasunto de la propia Hogg como cineasta en pleno atasco creativo, ha acudido en busca de inspiración para un guion que trata precisamente de la relación con su madre.

La hija eterna se abre así a la puesta en abismo de sus propios materiales sobre ese marco de género que permite a Hogg moverse entre tonalidades y luces irreales, espacios amenazantes, noches transfiguradas (con música de Bartók) y espejismos tras las ventanas que sostienen una particular atmósfera inquietante mientras que las conversaciones íntimas entre madre e hija o los encuentros con otros personajes misteriosos del hotel revelan poco a poco la memoria difusa, los efectos perennes, secretos, frustraciones y, finalmente, la aceptación del duelo.

Todo este desdoblamiento no sería posible sin el concurso de Tilda Switon, a la sazón instigadora de su doble papel y prolongadora de un ejercicio de escritura que, según parece, se fue construyendo sobre el rodaje. La hija eterna va desanudando sus capas hacia una resolución algo explícita que nos recuerda que el tiempo también nos convierte inevitablemente en nuestros padres o madres.