Armageddon Time | Crítica

Un Armagedón americano: otra obra maestra de Gray

James Gray vuelve a los cines con 'Armageddon Time'.

James Gray vuelve a los cines con 'Armageddon Time'. / D. S.

Tras la generación de los 70 -Coppola, Scorsese, Allen, Spielberg, Cimino o Eastwood (recuérdese que debutó como director en el 71)- Hollywood cayó en un letargo. Los más creativos directores que tras esa generación han hecho aportaciones fundamentales son Paul Thomas Anderson, Terrence Malick y James Gray. Anderson debutó en 1996 y solo ha dirigido nueve películas en 26 años. Malick debería ser un director de los 70 porque debutó en esa década con Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978), pero les sucedió un silencio de años roto por La delgada línea roja (1998) y desde entonces solo ha dirigido siete películas. James Gray debutó en 1994 con Little Odessa a la que siguió The Yards en 2000 y desde entonces solo ha dirigido seis películas. No se prodigan. Por eso el estreno de una nueva película de estos directores es un acontecimiento, y este es el caso de Armageddon Time.

En sus mejores películas Gray siempre ha emprendido dos regresos: al barrio neoyorkino en el que creció y al pueblo del que su familia procedía. El barrio es Brooklyn, el pueblo es Ostropol, parte del Imperio Ruso cuando sus abuelos huyeron de los progromos antisemitas emigrando a Estados Unidos en 1923. En Little Odessa y The Yards un asesino de la mafia judía rusa y un ex convicto regresan a su barrio y se reencuentran con su familia. En La noche es nuestra se enfrentan inmigrantes de origen ruso situados a uno y otro lado de la ley. En Two Lovers retoma el motivo del regreso al barrio del hijo de una familia de inmigrantes judíos rusos. En todas ellas hay apuntes autobiográficos. Ahora, tras haberse dedicado al melodrama de época (La isla de Ellis), la aventura (La ciudad perdida de Z) y la ciencia ficción (Ad Astra) con excelentes resultados, Gray regresa al barrio para hacer su película más autobiográfica.

Tres generaciones descendientes de inmigrantes: el abuelo (Anthony Hopkins) vio cumplirse el sueño americano y cree en él; los padres (Jeremy Strong y Anne Hathaway) se aferran a ese sueño obligándose a ignorar su cada vez más visible deterioro, luchando por dar lo mejor a sus hijos aunque ello suponga vulnerar sus convicciones (en la escuela pública o la integración racial, por ejemplo); el hijo (Banks Repeta) vive de forma traumática este deterioro que tiene los nombres de insolidaridad, clasismo o racismo representados por el choque entre su nuevo colegio y su amigo pobre y afroamericano (Jaylin Webb).

Nunca tan perfecto como desde Europa se soñaba, el sueño americano fue una realidad cumplida para muchos inmigrantes. El cine lo testifica, no con películas, sino con hechos: los creadores de los estudios fueron inmigrantes judíos y muchos de los mejores directores, desde Ford o Capra a Coppola o el propio Gray, fueron y son hijos o nietos de inmigrantes. Pero el ideal americano se empezó a hundir en los años 60 y 70 -asesinatos de los dos Kennedy y Luther King, Vietnam, Watergate-, siguió hundiéndose en los 80 con Reagan y, tras el trauma del 11-M, tocó fondo con Trump.

Armagedón alude a las catástrofes que precederán al fin del mundo. Esta película trata de las catástrofes que preceden al fin del sueño americano. Gray utiliza sus recuerdos (hay ecos truffaunianos y fellinianos) para llevarnos a los orígenes del trumpismo (el padre de Trump aparece) en la era Reagan. Una gran película y un poderoso, original, emocionante y doloroso ejercicio de reflexión sobre sí mismo y su país que reproduce, en versión americana, la famosa queja de Unamuno: “¡Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal y me duele España en el cogollo del corazón!”.

Soberbia fotografía de quien se puede llamar maestro de los autores -trabaja con Fincher, Allen, Haneke, Kar Wai o Jong-Hoo-, el irano-francés Darius Khondji, por la perfección con que crea un clima dramático que multiplica la desgarradoramente melancólica y sobria banda sonora de Christopher Spelman. Hay una raza de maestros del cine que crean un universo tan propio que hasta la música que se componen para sus películas suena a ellos: John Ford y los himnos de la caballería o las canciones irlandesas, Hitchcock y Herrmann, Fellini y Rota, Truffaut y Delerue… La música de las mejores películas de Gray suena a las melancólicas melodías del país de sus abuelos, suena a los temas de Boris Kravchenko, Georgy Svidirov y las Vísperas de la liturgia ortodoxa de Rachmaninof de “Little Odessa”; suena al desgarro de las partituras, siempre inspiradas en las músicas del Este de Europa, que Howard Shore compuso para The Yards, Wojciech Kilar para We Own the Night y al lamento del solo de guitarra de Christopher Spelman en Two Lovers que el mismo compositor retoma aquí con leves variaciones, sumergiéndonos (con una elegante cita de Otto e mezzo) en los universos más sentidos y personales del mejor Gray.

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