DEL DIOS DEL TORO

El tiempo no pasa por Miura

  • El fin de la feria clásico: una de rejones, con detalles de interés dentro de la corrida de Benítez Cubero, y el postre tradicional de la 'miurada'. Prontos, nobles y bravos pero justos de fuerzas los 'miuras', y un gran quinto toro

FUERON muy abundantes las dos: la corrida de Benítez Cubero que se lidió despuntada en la matinal de rejones y la de Miura que cerró por la tarde la feria. Con un calor de verano. La de Miura, en puntas y severas. Dos espectáculos muy distintos. Lo grave habría sido que se parecieran.

El hierro de Cubero ha desaparecido de las ferias y sólo de uvas a peras se deja ver en festejos de rejones. Los tiempos han cambiado: la corrida cara de hace cuarenta años es hoy día una rareza. Miura está donde estaba entonces. Hay hierros por los que parecen no pasar los años.

No es el caso de Benítez Cubero. Salieron dos toros berrendos, que fueron en su momento seña de identidad de la ganadería, y el primero de los dos, que rompió plaza, lo hizo al galope con fina alegría. Luego no anduvo y, a pesar del sabio oficio de Antonio Domecq, dio en rajarse. Como tantos y tantos de esta feria.

Los berrendos de Benítez Cubero, muy astifinos, eran toros con pretendientes. Despuntados para rejones, no se puede decir tanto. El cuajo del quinto era un poema: la culata y el hondo corpachón de procedencia Gamero-Cívico, que es la más pura, dicen, de todas las ramas escindidas de Parladé. El toro tuvo casta pero salió algo reservón. No fue sencillo pasar a caballo con él.

Y, sin embargo, en la línea vieja de esa misma deriva Parladé saltó un sexto de corrida de tranco templadísimo. Le cogió el aire el joven Leonardo Hernández y se pudo disfrutar con el toro, con el caballo y con el caballero, cuya manera de montar, tal vez más académica que campera, provoca un contraste deslumbrante.

El toro que rompió plaza por la tarde dio poco más de 600 kilos en tablilla, pero fue estirarse, revolverse y enterarse nada más asomar y se tuvo la sensación de que el que pesa había apuntado al tanteo y a la baja. Fantástico el trapío de ese primer miura, que, resentido seguramente del hierro de la divisa, dio en falso los primeros pasos e hizo temer lo peor. Cuando se calentó, fue otro toro.

Y antes de serlo firmó los momentos más miura de toda la corrida: primero, arrepentirse a mitad de un viaje a cite de El Fundi con el capote, y desentenderse para tomar la dirección contraria, como los conductores suicidas de las autopistas; luego, distraerse sin aviso para buscar por el callejón quién sabe qué, y encampanarse al distraerse, que es tan de Miura; y, antes, en fin, esa salida descarada con el hocico puesto casi sobre las tablas y el cuerpo todo del toro enfurecido y como decidido a saltar. La gente de barrera se echa para atrás. Por si acaso.

Ese mismo toro, tan de la casa, se acabó entregando en la muleta y en los medios, por alto y por bajo, con la prontitud característica de los toros de Miura. El Fundi, templado y valeroso, firmó dos desplantes de extraordinaria plástica. Y de fondo: porque, siendo noble, ese toro fue el único que tuvo una gota fiera. Domada por ese torero tan poderoso que es El Fundi. Que hasta peca por exceso.

Ninguno de los seis miuras escarbó ni se rajó, y eso fue tan noticia de la corrida como su alta dosis de nobleza. De la cual hubo derroche en el quinto turno: un toro burraco muy elegante de porte y estilo, a más, de sobresaliente fijeza. Y calidad: Padilla le pegó muletazos de categoría. Por las dos manos, por abajo y para dentro, muy despacio. Como dicen que se dejan torear los toros que no son de Miura. Los otros. No todos. Las dos corridas de mejor nota en el caballo de toda la feria han sido las dos últimas. La de El Pilar del sábado. Y la de Miura, que quiso sin apenas reclamo, pero no pudo tanto.

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