Historias Taurinas

De la muerte de Chaves Nogales a la vuelta de Belmonte: dos aniversarios vinculados

Juan Belmonte en su última tarde vestido de luces en la plaza de la Maestranza.

Juan Belmonte en su última tarde vestido de luces en la plaza de la Maestranza. / Serrano

El pasado ocho de mayo se cumplieron 80 años del prematuro fallecimiento de Manuel Chaves Nogales en un hospital londinense, lejos de las dos Españas que le habían helado el corazón, por las complicaciones de una peritonitis. Fue en la primavera de 1944 mientras el mundo entero aguardaba el comienzo del fin de la II Guerra Mundial, pendientes de aquel desembarco aliado en las costas francesas –se conmemorará el correspondiente aniversario el próximo 6 de junio- que el gran periodista sevillano, testigo del mundo de su tiempo, ya no podría narrar.

Diez años antes, y se cumplen 90, había novelado la vida de uno de los toreros más determinantes de la historia en un año crucial para su legado periodístico que le llevó a cubrir la ocupación de Ifni o aquella revolución de Asturias que no dejaba de ser un primer golpe a aquella inconsistente República, urdido desde dentro por las facciones más radicalizadas del PSOE. Pero el gran periodista, sin saberlo, estaba a punto de firmar su obra más difundida. En su primera versión, el Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas fue publicado por entregas en la revista Estampa en coincidencia con la última reaparición del llamado Pasmo de Triana. Las distintas entregas no tardarían en ser reunidas en forma de libro.

Manuel Chaves Nogales, fotografiado en Londres en los últimos años de su vida. Manuel Chaves Nogales, fotografiado en Londres en los últimos años de su vida.

Manuel Chaves Nogales, fotografiado en Londres en los últimos años de su vida. / M.G.

El reportero emplea la propia voz del torero para novelar esa apasionante biografía desde el humilde nacimiento en la calle Feria, pasando por su ascenso social y taurino en la plenitud de la Edad de Oro del Toreo hasta detenerse en el año de su vuelta –reapareció en Nimes el 24 de junio de 1934- de la mano de la exclusiva que le había preparado un empresario visionario como Eduardo Pagés. El Belmonte se publicó ilustrado con sesenta fotografías que retrataban la vida personal y profesional del torero. Además se sumaron treinta y nueve ilustraciones de Martínez de León, de rabioso sabor regionalista, y cuatro curiosos grabados de Salvador Bartolozzi que se incluyeron en la versión final que se vendía al precio de dos pesetas. Conviene subrayar el dato: es la obra más reeditada del periodista sevillano, la única que tuvo plena vigencia durante el franquismo.

El periodista sevillano se declaraba ajeno al mundo del toreo pero reconocía su fascinación el matador trianero

El caso es que el propio autor se declaraba ajeno al mundo del toreo pero reconocía su fascinación por el matador –al que ya conocía desde algunos años antes- en el banquete celebrado en diciembre de 1935 para celebrar el éxito del libro. No faltaron Ortega y Gasset, Azorín, Ramón Gómez de la Serna y Julio Camba recordando aquel homenaje gastronómico que otro grupo de intelectuales capitaneado por Valle Inclán –sólo te falta morir en la plaza le había espetado al incipiente torerillo- habían tributado a Juan Belmonte en un restaurante del Retiro madrileño en la primavera de 1913. Fue algunos meses antes de que tomara la alternativa en el viejo coso de la carretera de Aragón de manos de Machaquito en una corrida que, curiosamente, se resolvería en medio de un fenomenal escándalo.

Es importante recalcar que la cercanía de aquellos creadores –Romero de Torres, Julio Antonio, Sebastián Miranda o Ramón Pérez de Ayala- comenzó a modelar el retrato literario de aquel desarrapado novillero de Triana que terminaría de redondear Manuel Chaves Nogales. Se culminaba así la mitificación de un torero –la que no tuvo Joselito- que había merecido la errada sentencia de Guerrita, que pontificando desde su trono de la cordobesa calle Gondomar que “había que darse prisa por ir a verle”.

Juan Belmonte, vestido de luces, en su última época profesional entre 1034 y 1936. Juan Belmonte, vestido de luces, en su última época profesional entre 1034 y 1936.

Juan Belmonte, vestido de luces, en su última época profesional entre 1034 y 1936. / Archivo A.R.M.

Una novela para una reaparición.

Conviene esbozar el panorama en el que se produce esa última reaparición de Juan Belmonte y hasta la definitiva envoltura literaria de una vida a la que esperaba, casi treinta años después, un final trágico que Chaves Nogales dejó por escribir. Son demasiadas casualidades. ¿Tuvo algo que ver la influencia de Eduardo Pagés, exclusivista de la vuelta del torero, en el concurso del influyente periodista sevillano? El empresario catalán, avanzado a su tiempo, había sido también un genio de la publicidad y la promoción y tenía una vocación intelectual que desbordaba su labor empresarial, en la que también fue innovador. Las fechas son demasiado coincidentes.

Pagés había ejercido como revistero y periodista en Barcelona bajo el pseudónimo de Don Verdades y no es de extrañar que, conociendo las letras y el periodismo de su tiempo, se fijara en la pluma de Chaves Nogales para adornar y promocionar la reaparición de Belmonte que sucede –siguen las presuntas casualidades- al estreno del propio empresario al frente de la gerencia de la plaza de la Maestranza en 1933, continuada por sus herederos casi un siglo después.

¿Tuvo que ver Eduardo Pagés, exclusivista de la reaparición de Belmonte en 1934, en el concurso del influyente periodista sevillano?

Pagés preparaba en el inicio de 1934 su segunda temporada al frente del coso del Baratillo mientras la ciudad y el país andaban pendientes de los vaivenes políticos y los conflictos sociales. El mundillo del toreo se iba a contagiar de esa efervescencia de la que da idea el atentado que sufrió Pepe El Algabeño, tiroteado a la salida de la plaza de Málaga por unos anarquistas que lo dejaron gravemente herido. El 30 de diciembre de 1936, con el alzamiento militar convertido en guerra total, iba a encontrar la muerte en un hospital de Córdoba después de ser malherido en el frente de Lopera oficiando de mensajero a las órdenes de Queipo de Llano.

El veto de la Unión de Criadores

Pero en el 34 coleaban otros conflictos menores que iban a afectar al desarrollo de la temporada: todo partía de la faceta ganadera de Juan Belmonte y su conflicto con la Unión de Criadores de Toros de Lidia que lo expulsaron de su seno –al igual que la vacada de Gamero Cívico- por unas ventas y compras irregulares de reses, ajenas a sus estatutos, que provocaron la formación de la Asociación de Ganaderías de Lidia, los llamados de segunda.

Eduardo Pagés no atendió el veto de la Unión que, a su vez, vetó al polifacético gestor catalán. Belmonte acudió en su ayuda y el avispado empresario anunció su vuelta bajo una célebre exclusiva de 30 corridas; a un dinero astronómico. Pero Belmonte no iba a ser el único reaparecido en aquel año. Rafael El Gallo había desaparecido del mapa en 1928, como engullido por un agujero negro, emprendiendo un largo periplo por América del que poco se sabe. Dicen que Rafael recorrió México, Perú, Bolivia, Ecuador, Argentina… llegando a participar en extrañas funciones de toros que tenían un pálido reflejo en la prensa de la época. Cuentan que se empleó como acomodador de un cine y hasta portero de una casa de alterne…

Los años americanos son la etapa más oscura y bohemia de la peculiarísima vida del torero que en 1934, como en un revival de otro tiempo, aceptó la oferta de Eduardo Pagés para volver a España. La idea era que reapareciera con Belmonte, que acabaría siendo su protector en la madurez. “Rafael el Gallo, con Juan Belmonte son los dos únicos toreros de nuestro tiempo que tienen leyenda, que hacen que la gente se vuelva en la calle a mirarlos”, llegó a proclamar el célebre empresario catalán con visión comercial. No tardaría en unirse a esa nómina de reaparecidos Ignacio Sánchez Mejías…

Los acontecimientos se iban a suceder: Rafael volvió a enfundarse el traje de luces el Domingo de Resurrección de aquel 1934, que cayó el uno de abril, abriendo cartel a Chicuelo y Perlacia. En su segunda tarde sevillana, el 19 de abril, iba a cortar un rabo de un toro de Torre Abad, la marca ganadera que Gamero Cívico había urdido para seguir lidiando sus ejemplares a pesar del traído y llevado veto de la Unión de Criadores. Fue una de las cumbres toreras de El Gallo, que rebasaba ya las tres décadas de matador de toros.

La vuelta fue en Nimes

Mientras tanto, la reaparición de Belmonte se demoró hasta el 24 de junio en el ruedo francés de Nimes. Antes había matado dos reses de su ganadería a puerta cerrada en la mismísima plaza de la Maestranza en un entrenamiento en el que también rejoneó un novillo Antonio Cañero. Sirvió de ensayo general para vestirse de seda y oro en una tarde que constituyó uno de los grandes acontecimientos del año mientras se preparaba el lanzamiento de esas entregas escritas por Chaves Nogales que acabarían tomando forma de libro. La vuelta de Belmonte congregó en el bimilenario coliseo nimeño a aficionados y personalidades llegados de toda España y Francia para verle hacer el paseíllo junto a Rafael El Gallo y Alfredo Corrochano. Era el comienzo de su última etapa en los ruedos, el inicio de su definitivo ocaso profesional…

Pero el toreo, y España entera, estaban a punto de quedar marcados a fuego por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías. Si la Edad de Plata se había iniciado el año 1920 en la enfermería de Talavera de la Reina, -elegía fotográfica de Ignacio sosteniendo la cabeza yerta de José- aquel hermoso tiempo iba a concluir simbólicamente el 11 de agosto de aquel 1934 en el traslado agónico del cuñado de Gallito desde Manzanares a Madrid. Mientras Ignacio Sánchez Mejías remontaba la carretera polvorienta de Andalucía, apestada de la gangrena que trepaba por sus muslos, se estaba sentenciando toda una época a la vez que las medias rosas del torero se empapaban en su sangre derramada.

La fecunda Edad de Plata no se puede entender sin el concurso de la figura de Ignacio Sánchez Mejías, muerto en Manzanares el mismo año de la reaparición de Belmonte

En medio de aquellas dos muertes se dibuja la propia trayectoria del polifacético matador, una figura imprescindible sin la que no se puede entender la efervescencia artística y cultural de aquellos años luminosos en los que la cultura se abraza al toreo. Menos de dos días después de ese viaje terrible llegaba el fin irremediable de aquel “andaluz tan claro, tan rico de aventura”, cantado en el Llanto de Federico García Lorca, la más hermosa elegía escrita en castellano.

La vida y el toreo seguían mientras Belmonte apuraba sus últimos años como matador en activo. El último capítulo de la biografía de Chaves Nogales, a modo de epílogo, pudo sumarse cuando aquellas separatas adoptaron forma de libro. Belmonte, a través de la pluma del periodista sevillano, teoriza sobre el toreo y la propia vida y alude a esas dos últimas campañas formales de su carrera: “Las temporadas de 1934 y 1935 están tan cerca que me falta perspectiva para referirlas…” apuntaba el matador, lejos de su propio tiempo. Su carrera se podía dar por finalizada en el otoño de 1935.

El Pasmo de Triana, en su última etapa vital, retratado en la finca utrerana de Gómez Cardeña El Pasmo de Triana, en su última etapa vital, retratado en la finca utrerana de Gómez Cardeña

El Pasmo de Triana, en su última etapa vital, retratado en la finca utrerana de Gómez Cardeña / Archivo A.R.M.

La trayectoria de Belmonte, sin embargo, sumaría otro epílogo forzado por el clima bélico del 36 que le llevaría a participar en la célebre función patriótica celebrada en la plaza de la Maestranza el 18 de octubre de 1936. No iba a ser la última: el definitivo crepúsculo de su carrera, en otra corrida de exaltación patriótica redescubierta gracias al celo investigador de Luis Rufino, llegó en Córdoba el 15 de noviembre de aquel primer año de guerra. El ocaso de su vida taurina había llegado pero a Chaves Nogales se le quedó sin escribir otro final: mucho más trágico, seguramente más novelesco.

Juan Belmonte se quitaría la vida 26 años después, el Domingo de Pasión de 1962, junto al retrato que le había pintado Zuluaga. Posiblemente volvía a mascar los últimos renglones de la biografía que le había escrito un grandioso periodista muerto en el exilio londinense: “Todas estas historias viejas que me ha divertido ir recordando palidecen y se borran a la clara luz de la mañana de hoy que entra por los cristales del balcón… La verdad, la verdad, es que yo he nacido esta mañana”.

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