La virtud política: El sentido de la justicia y el pudor democrático

Cuenta Platón en su Protágoras el famoso mito según el cual, después de que los dioses crearan a los hombres y de que Prometeo y Epimeteo les repartieran desigualmente sus cualidades, consideró Zeus que, de alguna forma, debía igualarlos para que pudieran convivir en paz. Fue así que distribuyó entre ellos por igual el sentido de la justicia y el pudor y a esto le llamó "virtud política", una condición anímica que les facultaba para expresar sus opiniones y para participar en la adopción de decisiones colectivas. Sobre la base de este logos, se sostenía la democracia clásica de los atenienses. El mismo Platón lo trajo a su terreno admitiéndolo, pero apuntando que no había que presuponer que de la virtud política se hiciera siempre buen uso y reclamando que, sobre la virtud, prevaleciera la sabiduría. También Aristóteles tuneó el concepto y vino a decir que, realmente, la virtud política consistía en disponer de una buena voluntad -una voluntad ética-, ejercida con prudencia y dirigida siempre al bien de la comunidad. Ideas tan sencillas iniciaron un intenso debate sobre la política y sus agentes que recorre la historia de la humanidad y que llega, sin resolución, a nuestros días.

Lo que no ha llegado, en cambio, es esa idea mítica de que toda persona dispone de suficiente competencia política como para poder ejercer el poder. Convencidos de que así era, los demócratas atenienses rechazaron por lo general las elecciones y recurrieron al sorteo para designar a sus cargos políticos: en un momento dado de su vida -como máximo, dos- cualquier ciudadano podía llegar a dirigir los destinos de sus vecinos en virtud de un sorteo azaroso que se presumía dirigido subrepticiamente por los dioses del Olimpo. Esta mera posibilidad de convertirse algún día en un actor político hacía que el ciudadano juzgara a sus gobernantes de forma morigerada y, una vez en el poder, la convicción de que esa magistratura tenía caducidad le hacía cuidar sus determinaciones, pues luego él las sufriría también al volver a su papel de ciudadano.

Muchos siglos después, los filósofos políticos del XVIII destrozaron el valor mítico del sorteo político y nos dejaron en herencia las elecciones. A aquél lo consideraron perturbadoramente igualitario, tremendamente arriesgado e inviable en estados que eran naciones muy pobladas y no pequeñas ciudades. Perdimos un gran capital humano e intelectual: la posibilidad de poner a prueba la virtud política que muchos, sin haber conocido las pesadumbres del poder, se atribuyen a sí mismos, pero niegan a otros. Perdimos la posibilidad de que el odiador se sintiera odiado, de que el crítico sanguinario se sintiera también vapuleado y de que el incompetente -ese que critica al entrenador desde su mullido sofá cuando el equipo pierde- demostrara su colosal incompetencia.

Porque quizás Zeus nos igualó en su día, pero no en virtud política, sino en ferocidad y falta de empatía.

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