La visita al Congreso de los Diputados siempre impacta y despierta emociones. Entré por primera vez en el hemiciclo hace muchos años, cuando andaba perdida por los pasillos del edificio tratando de ir del Archivo a la Biblioteca, en un día sin sesiones y con una extraña libertad de movimientos, solo interrumpida por la atención que reclamaban en mí las alfombras, los retratos antiguos y las lámparas. Ese espacio semicircular que tantas veces hemos visto en cuadros, fotos e imágenes televisivas parece mucho más pequeño en la realidad y sobrecoge por su estrechez y su altura. Nos devuelve de golpe a la memoria miles de escenas, de discursos y de sensaciones; permite imaginar a Pavía o Tejero entrando armados por sus puertas y a Castelar, Olózaga o Clara Campoamor pronunciando sus elegantes discursos.

Como cualquier otro senado o asamblea, nuestro Parlamento siempre fue un teatro, un escenario para el lucimiento de la oratoria y la gestualidad. Hubo en él histrionismo, impostura, risas, aplausos y protestas; también verdades a medias, mentiras encubiertas y certezas como puños. Doy fe yo misma, que no he estado nunca en un pleno, pero que me he zampado unos cuantos miles de páginas de su Diario de Sesiones de buena parte de los siglos XIX y XX. Me he encontrado de todo en esas páginas: ataques irónicos, acusaciones veladas, alardes de erudición, elogios desmesurados… La vieja política no era, sin duda, ni más limpia ni más inmaculada que la nuestra; si bien, no estando tan afianzada la pertenencia al partido, el diputado conservaba una parte no menor de su coherencia y su libertad individual, estando dispuesto, si procedía, a votar en contra de su partido por mor de afinidad a sus principios o a sus fidelidades clientelares. Muchos gobiernos perdieron por ello votaciones importantes y muchas Cortes hubo que disolver por lo mismo.

Hay diferencia en muchas cosas. Y en casi todo, créanme, hemos ganado. Sin embargo, lo que hoy día percibo como un cambio absoluto y preocupante es la falta de educación en los escaños. Escribo estas páginas después de apagar la tele abochornada, invadida por la vergüenza ajena, oyendo y viendo como el insulto, el ataque furibundo y el odio encarnizado y atávico han aplastado la educación, la veracidad y la cortesía. Es como si el tsunami hater de las redes sociales hubiera entrado en tromba en el hemiciclo acabando con cualquier forma de carisma y llevándose por delante los buenos modales. Ni cuando en la misma sesión se sentaban Carrillo y Fraga hemos asistido a semejante pérdida de la educación, la compostura y el respeto a la verdad. Apaguen la tele si hay niños delante.

Y, mientras tanto, cri-cri-cri, ni una sola idea para mejorar la vida de la ciudadanía sobrevuela los escaños.

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