La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

No nos traten como a gallinas

Si es duro y triste despertarse de noche, imagínense que no amaneciera hasta pasadas las 9 de la mañana

Cuando oigo debatir sobre los cambios horarios me siento una gallina ponedora. ¡La productividad! Me inquieta que la lógica de la producción se imponga tan crudamente, que las formas de vida creadas a lo largo de siglos -eso a lo que se llama cultura- se pretendan cambiar por decreto y por razones económicas, que los sabios ritmos de vida latinos -romanos en origen, católicos en espíritu- tengan que someterse a la pasión por la productividad anglosajona y protestante. Recuerden a Weber y su clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Y lo que escribió Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire: "Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos propone poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos y todo lo que somos".

¿Volver al horario anterior a la dictadura dejando el de Berlín para acogernos al de Greenwich? De acuerdo. ¿Abolir la molesta estupidez del cambio de hora dos veces al año? También de acuerdo. Pero, por favor, al de invierno. No por mí, sino sobre todo por los niños. Si es duro y triste despertarse de noche, imagínense que no amaneciera hasta pasadas las 9 de la mañana. Los anocheceres tempranos no me gustan. Pero peores son los amaneceres tardíos. Para los niños y para quien pasa por los apuros con los que tantas veces la vida aprieta. Quien haya esperado el amanecer en un hospital, como paciente o velando a un enfermo, o quien por la causa que sea luche con la tristeza o la soledad en noches interminables saben de qué hablo.

Recuerden el inicio de En busca del tiempo perdido: "Éste es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, vendrán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir. Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio". Pero Proust, claro, no pertenece al universo de la lógica de la producción.

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