Durante los años de la Restauración (entiéndase, hasta 1923 más o menos), fue de uso muy común en España la expresión "política de campanario". No suele aparecer, como tantas otras cosas, en los libros de Historia, pero es fácil encontrarla en documentos y ensayos de la época, en memorias personales y, sobre todo, en la prensa. Intelectuales, filósofos, políticos y periodistas la usaban sin escatimar, en un contexto de tan alto entendimiento que su significado se daba por sentado y, en consecuencia, ninguno de ellos se esforzaba por definirla. Por aquello de las campanas, ¿acaso se aludía a la política que solo buscaba hacer ruido y utilizar las atalayas públicas para vocear sus ideas o sus intereses frecuentemente vacíos de contenido? Es tentador asumir esta definición. Podría valer. Sin embargo, en los finales del XIX y principios del XX, por "política de campanario" se entendía aquella cuya mirada al mundo no alcanzaba a ver más allá de la sombra del campanario del propio pueblo.

Era una forma poética de hablar del localismo, de la fijación exclusiva en los problemas del terruño, inmediatos e individuales, olvidando lo estructural y general. Era una forma triste de definir una cultura política que se olvidaba de los "otros", que no sabía distinguir ni priorizar los problemas que eran de "todos" y que carecía de la suficiente visión de la globalidad como para pensar en torno a lo que en la época se llamó el "interés general". Las políticas de campanario han sobrevivido a todos los regímenes del siglo XX y permanecen enquistadas también en nuestra democracia actual. Por más que la constitución diga lo contrario y que los discursos se llenen de palabras bonitas, el electorado busca la solución de sus problemas concretos y el elegible promete sin medida para conseguir su voto. Las políticas de campanario levantan su frontera ideológica justo allí donde acaba la sombra de su propio campanario, marcan su espacio como un animal depredador señalaría su zona de caza y reclaman la independencia de gobernar solo para resolver lo suyo, lo particular.

La política de campanario no es una corriente ideológica, sino una forma de hacer y de entender la política que anida en todos los partidos. También en el nacionalismo -sea cual sea su radio de acción- en la medida en que este delimita, diferencia, atrinchera, etiqueta, distancia, atemoriza, ensalza y denuesta. En un contexto democrático no hay nada más reaccionario que la política de campanario y, probablemente, nada más dañino para la convivencia entre los pueblos. Aun así, izquierdas y derechas caen en ella con sorprendente frecuencia, quizás porque la sombra del campanario, a última hora de la tarde, da votos a espuertas y porque dentro de esa sombra las apelaciones emocionales son fáciles y los intereses, egoístas, palpables y manejables.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios