Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El sheriff del barrio

José Coronado es un hombre que cae bien a todo el mundo, y mira que el cine español divide a los españoles casi tanto como el Estado de Israel o Wyoming (y no el de las Montañas Rocosas). No creo que tenga acciones de Netflix, por lo que deduzco que el guapo actor madrileño es por derecho propio objeto del deseo de las productoras de miniseries, ese producto tan descendiente de la fragmentación y la impaciencia que traía debajo del brazo Windows y sus ventanas, infinitas pero someras. “En ocasiones veo Coronados”: el otro día vi unos capítulos de Entrevías. Bueno, algunos capítulos los dormí, y no porque no estuviera la trama interesante, sino porque no hay placer como caer fritito en un sofá obviando la tele. Lástima que uno no sea consciente durante la magia de confiarse a Morfeo, sin necesidad de nada parecido a su remota hija, la morfina (para colmo de peligros, he sabido que su novia, Patisea, era la diosa del descanso y la relajación del espíritu, así como la jefa del negociado de alucinógenos, asunto muy humano ya desde las cavernas y los mitos).

Coronado hace de ex militar con taras de guerra metido a ferretero; su negocio está dando las boqueadas por la competencia de un bazar chino y el embrujo de la baratura, tan del consumidor hispánico. Su papel es un remedo descarado del Kowalski de Gran Torino, y aunque la devoción suele ser intolerante con las imitaciones y versiones de nuestros santos paganos, el actor español no deja de darse un aire al divino Clint, y me entretuve detectando los préstamos de los que están hechas muchas series, a veces verdaderas colchas de retales de películas famosas. En un cierto momento, un camello de la mafia del sitio le suelta algo así: “Quién te crees, Tirso, ¿el sheriff del barrio? Ese rollo de proteger a la gente y enfrentarte a nosotros te va a costar el pellejo”. Igual que Eastwood, veterano del Vietnam, cuidando –hasta la muerte– a los inmigrantes a quienes despreciaba, que van poblando su arrabal. Se inmola por mera intolerancia al abuso y por compasión por el desamparado, aunque sea compasión disfrazada de grosería y amargada rudeza. Además de las cicatrices de guerra, y como describía Conrad (Azar) a Marlow, “tenía un porte neutro y la secreta irritabilidad que suele acompañar a la predisposición a las congestiones biliares”: creo que podemos interpretar este rasgo como afición al vaso, como Kowalski.

Son tiempos de desamparo, y no tenemos Clints ni Tirsos en nuestro gran barrio, un espacio común convulso por la aritmética todovale cuyo único afán es lo propio. Lo de uno.

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