Los sellos del Señor Fósforo

"Hoy, La Comisión decide qué va a hacer con el último hallazgo: los antiquísimos restos de un puerto milenario"

El Señor Fósforo entra en la bulliciosa sala y da los buenos días. Nadie lo escucha ni le responde. Nada nuevo bajo el sol, murmura, y se sienta. Coloca el maletín sobre sus piernas, abre los cerrojos con dos sonoros clacs y empieza a sacar sus cosas. Lo hace en riguroso orden, colocándolas sobre la mesa cuidadosamente, con delicada rutina de relojero. El lápiz a la derecha, la vieja pluma al frente. A la izquierda, la goma de borrar y un sacapuntas de acero. Esos sí que son buenos, piensa, asintiendo como cada vez. Después saca el bloc de notas: un bonito Moleskine de tapa negra sobre la que sopla con disimulo para ponerlo, ahora sin una sola mota de polvo, junto al lápiz. Lo último, como siempre, son los sellos. Saca los tres del compartimento oculto donde los guarda, los pone encima de la mesa y comprueba con el dedo la humedad de la tinta roja. Presiente que hoy será uno de esos días. No es fácil sorprenderle, reflexiona, después de tantos años de servicio en La Comisión. Una vez leído el orden del día ya sabe cómo será el resto de la jornada. Poco importa de quién sea el turno. Da igual quién esté al frente de cada cosa cada vez: sus previsiones nunca fallan, y la sesión de hoy no va a ser una excepción. Trabaja en La Comisión desde que existe. Allí empezó su carrera como funcionario y allí piensa terminarla. Ni una sola vez ha delegado su responsabilidad en manos de un sustituto. Nunca ha causado baja ni se ha tomado vacaciones. Puede que haya quien piense que tomar algunas notas y colocar un sello en un expediente sea algo que puede hacer cualquiera, pero él no tiene ninguna duda al respecto: su trabajo es importante. Hoy, por ejemplo. La Comisión decide qué va hacer con el último hallazgo: los restos, descubiertos durante unas obras, de lo que fue el antiquísimo puerto de la civilización milenaria que ocupó la ciudad antes siquiera de que ésta tuviera nombre. Escucha atento el debate, pero en realidad está pensando a cuál le tocará hoy, si al rojo o al azul. Sostiene la mano derecha en el aire, bailando sobre los dos sellos, esperando la decisión mientras hace sus propias cábalas. Presiente, con tristeza, que sacará el rojo. Mandó a hacerlos hace muchos años, cuando se dio cuenta de que aquello iba a ser siempre lo mismo. El verde marcaba, con grandes letras mayúsculas, NO TAPAR. El azul, METACRILATO, y el rojo, CEMENTO. Es ese, tal y como como había adivinado, el que utiliza para cerrar el expediente. Otra vez cemento, se lamenta en voz baja al tiempo que guarda de nuevo sus cosas. "El verde déjelo en casa, Joaquín, que no lo va a usar usted en tu vida", vocifera uno de los miembros de La Comisión mientras el resto ríe a carcajada limpia y brinda con vinito del Condado, que hay que defender las cosas de la tierra. El Señor Fósforo sonríe, educado, sin que le haga maldita la gracia, y desea una vez más que llegue el día en que todos los puertos milenarios, todas las murallas romanas, los acueductos, las tumbas tartésicas y los demás tesoros que han enterrado se les caigan encima de una santa vez.

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