Lo que queda del mundo

Vivimos en un mundo raro, de coches que se enchufan como una tostadora y señoras que van por la calle en patinete

A veces tengo la sensación de que el mundo me supera. De que me deja atrás e incluso en muchas cosas me pilla a contracorriente. Deduzco -imagino- que será cosa de la edad. Ya saben: los ochenta molaban, los noventa fueron muy divertidos y los primeros dosmiles estuvieron muy bien. Pero estos aciagos años veinte me están pillando más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y en lo único que pienso últimamente es en saltar del barco y alejarme, como el fraile, del mundanal ruido. Vivimos en un mundo raro, de inteligencias artificiales, coches que se enchufan como una tostadora y señoras que van por la calle en patinete con una bolsa de El Jamón colgada del manillar. Un mundo en transformación, feo como un adolescente con su bigote, sus granos y sus mofletes de bebé. Los niños prefieren ver a un lerdo en Youtube que una peli de Disney; un sendero perdido en la sierra tiene más gente que un sábado en Holea y lo mismo te comes un huevo del corral del tío Leandro que de una macrogranja de gallinas hacinadas como ladrillos. Un mundo en el que vale más afinar el enfoque y la pose de un selfie que sentarse en una piedra a escuchar el correteo del agua en un arroyo. Donde hacer un playback y un baile chorra en Tiktok parece mejor que saltar y cantar en un concierto. Un mundo que cambia como la cucaracha de Kafka, aunque permítanme que tenga serias dudas sobre si lo está haciendo a mejor, porque a este ritmo el futuro más bien parece incierto, como el de una crisálida, y la verdad es que no me apetece ver cómo los huertos terminan sembrados de placas solares en lugar de tomates, ni cómo un libro vale cada vez menos que un tuit o que haya robots que censuren titulares y reflexiones. No me apetece un mundo de drones que me miran desde el cielo, como pequeños y feos dioses con hélices de control remoto; en el que valga más la opinión de un influencer de barrio que la de tu médico de cabecera; donde hasta la reuniones de comunidad sean virtuales. Bueno, quizás esto último no esté tan mal. Darle al mute cuando habla algún vecino que otro debe saber a gloria bendita. La cosa es que cuando estoy a punto de bajarme de este mundo de postureo y bitcoins me llega algún ramalazo del otro. De lo que queda del otro y, supongo, lo que quedará: la espera generosa de un voluntario del Banco de Alimentos, el trabajo callado de Cáritas, la solidaridad de un vecino preocupado por la señora mayor del cuarto, el beso de un hijo, el de la señora, el abrazo a tu madre y un achuchón a tu hermana pequeña. O la cerveza, el café, las risas y el trabajo compartido con tu amigo del alma.

Lo que queda del mundo es lo que sigue sosteniéndolo en pie, y creo que incluso, a lo mejor, termina salvándolo.

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