Pido perdón a los psicólogos. Seguramente no les hace falta, porque andan las consultas hasta la bandera, pero yo el dinero, antes que en ellos, me lo gasto en el pasillo de las lanas y los hilos del chino de Corrales. Yo entro en ese pasillo y ya me parece que entro, no en la tercera, sino en la quinta dimensión del universo, sin duda una de las más cercanas a la felicidad. Ese escrupuloso orden, estructurado según texturas, grosores y colores, es de inmediato un bálsamo para el espíritu y un reencuentro con las mejores cosas de la vida. Esa sucesión de blancos, amarillos y azulados me recuerda las cajas de colores Alpino que nos compraban para volver a la escuela y me devuelve a las clases de dibujo en las que se hablaba de los colores fríos y calientes, primarios y secundarios, y de la infinita mezcla de todos ellos. Contemplo la sucesión colorida de las estanterías y veo florecer un arcoíris tras la lluvia. Veo un ovillo de angora y veo las manos hábiles y arrugadas de mi abuela tejiendo jerséis para el invierno y veo tardes de pan con chocolate en una camilla de la que colgaba un hermoso paño de crochet.

Coger las agujas o el ganchillo y tejer salva del estrés y nos libera. En lugar de cadenas, cadenetas. Para ganar puntos, el bajo y el punto inglés. Cuento los puntos, mezclo los colores, doy forma a cosas nuevas, tranquila y concentrada, y cuando termino sonrío porque de mis manos ha salido algo que me resulta hasta difícil de creer. Lo llaman DYI, pero es en realidad una revolución silenciosa contra el producto en serie y el consumismo desaforado. Recupera lo singular, lo creativo y lo artesano. Haciendo crochet me siento parte de un mundo distinto en el que convivo con las crocheteadoras del Andévalo, las cartaginesas inventoras del punto tunecino y los hombres de Taquile, que aún tejen apretados gorros de estambre mientras cuidan las cabras de su isla.

En el pasillo de las lanas y los hilos del chino de Corrales, el tiempo se detiene, la creatividad se dispara y los horrores se amortiguan. Debe de ser que esas estanterías llenas de mullidos ovillos absorben y atenúan todos los males de nuestro tiempo: allí casi no llegan los infames insultos tenísticos del Congreso y el Senado, que rebotan en las madejas de algodón naranja, ni el vergonzante esperpento de Milei, que choca con el trapillo gris, tan gris como la Argentina que él demuele. Tampoco llegan el vaho fétido de la corrupción política ni la hipocresía. No veo entre los hilos a esos candidatos que quieren llegar a Bruselas para destruir desde dentro el ideal de una Europa unida y solidaria ni a esos católicos que, entre tanta procesión y romería, se han olvidado de ser cristianos y callan ante la falta de compasión, la injusticia social y la violencia. No llega al pasillo del chino de Corrales el olor a sangre de las calles de Rafah, Járkov, Alamata o Darfur.

Crocheteo. Rojo, blanco, azul, verde, negro. Un punto alto, dos cadenetas, un punto bajo, un punto deslizado…

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