Los palizones

La memoria histórica se extiende –para acá– como una mancha de aceite y ya ha llegado hasta nuestra juventud

Aquilino Duque no se me va del pensamiento por unas prosas o por otras poesías. Esta vez me acuerdo por la memoria. Felipe Benítez Reyes comentaba que Aquilino era el más divertido de los contertulios y el más benevolente de los amigos, hasta que se le tocaba el tema de las caballerías, como a Alonso Quijano. Su caballería era la presunta condición de páramo cultural del franquismo. Saltaba de rabia de ver que lo que le contaban se parecía como un huevo a una castaña a lo que él había visto con sus propios ojos y vivido con su propia biobibliografía.

Como la memoria histórica anda para atrás como los cangrejos, ahora nos cuentan que en los años ochenta te pegaban unos palizones tremendos por ir leyendo en el metro. Estábamos aún a medio democratizar y se palpaba en el ambiente un odio cerval a la literatura. Lo narra, compungido, el actor Secun de la Rosa, en una tertulia de personas del mundo de la cultura que asienten con hondas cabezadas de consternación. Y a mí se me levanta el Aquilino cervantino que llevo dentro: “¡No me cuentes mi vida!”

Tampoco me hace falta que me cuenten las de mis abuelos ni las de mis padres, pues ellos me las contaron con todo lujo de detalles. Pero mi vida es demasiado. “Non possumus nos, quae vídimus et audívimus, non loqui”, no podemos no contar lo que vimos y oímos, nos instan los Hechos de los apóstoles.

Si Secun hubiese hablado de las discotecas a últimas horas de la noche, incluso en los ochenta, tendría mis dudas, pues yo me iba a dormir bastante antes. Ahora bien, en el metro, cuando lo cogía y, sobre todo, leyendo a todas horas, no creo que nadie pueda darme clases de memoria retrospectiva.

A finales de los ochenta y principios de los noventa, leía sin parar hasta andando por la calle, lo que me costó meter el pie en algún charco, suspender alguna asignatura de prosa árida y nada más. Más tarde, la escritura ha venido a reclamar, cual hijo pródigo, la parte de su herencia y ya sólo leo a medias a mi pesar. Pero entonces era una fiebre. En mi año en Londres (89) iba y volvía en el metro leyendo casi una hora en ambos sentidos. Lo peor que me pasó fue saltarme varias paradas.

No sé si a mis hijos les terminarán contando que en los ochenta vivíamos en Farenheit 451. Por la inercia que llevan, no me extrañaría. Pero yo haré entonces mi Aquilino quijotesco. No dejaré que les cuenten pamplinas mientras mi brazo pueda sostener la verdad.

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