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Mi perro Layton
Yo miraba sus ojos, esos que tiene de color dorado, y, mientras, la señora encargada de la perrera murmuraba: "A este perro se le ha aparecido la virgen". Siempre supimos que, si algún día en nuestra casa entraba un perro, sería de perrera. Y así la vida nos regaló a Layton, un cachorro recogido junto a un contenedor de basura en Moguer, que alguien llevó a la perrera de Punta Umbría y que ahora tiene una familia, una casa en Huelva y una segunda residencia, para el verano, en La Línea de la Concepción. Es un podenco mestizo, pero planta cara al más acreditado pedigree con su belleza humilde y callejera y su elegancia de cazador urbano. Le perdonamos todo cuando era un cachorro: destrozó cojines, muebles, zapatillas, móviles, mandos de la tele y gafas graduadas. Por destrozar, destrozó hasta sus propias camas (sí, en plural, porque destrozó varias). Ahora nos recompensa tanta paciencia con su alegría perenne y su lealtad infinita. Es listo como el hambre (o como el famoso profesor que le prestó su nombre) y tiene dentro de sí el agradecimiento sin límites de los que se sienten salvados de la mala vida. Vuelvo a casa tras el trabajo cada día y me saluda con sus cabriolas como si no me hubiera visto en veinte años. No hay pereza: esté donde esté y por cómodo que esté, no escatima un saludo ni desatiende una llamada. Si una está enferma, él acompaña; y, si una lo llama para jugar, responde a la primera. Reclama caricias poniendo ojos de pena y empujándome el brazo con su pata. Sabe que no puedo negarme. Una vez que se perdió, velamos toda la noche por si volvía y la angustia de no volver a verlo solo fue comparable a la alegría de recuperarlo.
A Layton le gusta el campo y recorre los caminos con nosotros, husmeando, saltando entre el trigo y observando, con mirada atenta y aguda, el coleteo de una lagartija o el vuelo de las libélulas. A todas querría cazar. Perro loco: corre como le impone la sangre de galgo que lleva dentro y no tengo la menor duda de que, por perseguir un pájaro o una mariposa, llegaría al fin del mundo. Así debe ser y me niego a convertirlo en un juguete casero o en un perro de mentirijillas. Desde luego, para la defensa no nos sirve, que, abriéndose la puerta, él saluda con todo entusiasmo lo mismo a la cartera, al fontanero o, si llegara, incluso al ladrón.
Yo miro sus ojos, esos que tiene de color dorado, bondadosos e inocentes, y no alcanzo a entender a los que disfrutan haciendo daño, por mero gusto, a los animales. Ya sé que querer a un perro no significa nada: Adolf Hitler y Ramón Mercader (me viene a la cabeza la novela de Padura) los tuvieron y los querían. Y, sin embargo, sospecho que esta combinación no funciona al revés: de quien daña o maltrata a un animal inocente por capricho, no puede esperarse que luego no maltrate también a las personas.
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